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El medio siglo de la Feria del Atlántico

La Gran Canaria del Atlántico

El próximo martes se cumplen 50 años de la primera Feria en las instalaciones de Infecar

El 'moderno' estand de promoción turística de la Península. LP / DLP

Desde las primeras semanas de 1966 por radio, televisión y prensa escrita se venía anunciando un peculiar acontecimiento en Canarias de difícil comprensión para el isleño de a pie. Con profusión de informativos se preparaba a la población para la que sería la primera Feria Española del Atlántico, un 'algo' impreciso en el que se darían cita centenares de delegaciones de otros países, buena parte de ellos de los nuevos estados independientes de la vecina África.

La sociedad del momento estaba insuflada en el ánimo. Se publicaban patrióticos editoriales en los que el acontecimiento supondría un antes y un después, calificando la iniciativa de "adelantada", y capaz de abrir "nuevos rumbos al porvenir del Archipiélago cada vez más ilusionado con su futuro, cada vez más consciente de su camino, cuya trayectoria ha de desembocar en el justo reconocimiento que su realidad merece", como se podía leer en el Diario de Las Palmas un día sí, y el otro también.

Era la Gran Canaria del Atlántico, la que pasó del aceite y vinagre a comprar en una Galerías Preciados, que en 1965 debió hacer tal caja que publicaba desde enero del 66 anuncios a toda página agradeciendo a los grancanarios la querencia por sus almacenes.

El turismo que empezó a trastocar hasta la médula la estructura social desde principios de los 60 provocando un trasvase poblacional desde los pueblos del interior a la capital y al sur en casi meses, abandonó el burro cargado con piñas de plátanos por los camiones Leyland, o los formidables Pegaso, que se asimilaban a un creciente tráfico que crecía en proporciones inversas a sus infraestructuras.

El inolvidable Díaz Cutillas, en su columna diaria Chismografía leve, aseguraba que "una de las cosas para que ha servido la Feria es para que se arreglara de una vez la vía que parte de Pedro Infinito a la carretera del Norte", para añadir su queja de que era tal el tráfico en Schamann y Las Rehoyas que se había tenido que implantar un horario para transitar en un sentido y otro para el contrario, "pero no hay más remedio que aguantarse".

Por si ya habían pocos a eso se añadía que era la época dorada de los sorteos de coches. Este mismo periódico rifaba ese mes, como el que regala pipas, un flamante Humber Spectre ya matriculado y de 12 caballos. El Humber era, según su pistoso prospecto, "el vehículo más suntuoso y mejor equipado de todos de su clase".

En ese Humber se podía ir a las nuevas salas de fiesta, como la de Altavista, terminada dos años antes, y que solicitaba a su exclusiva clientela acudir de gala, daba igual si fuera un martes, para disfrutar de Julio Iglesias, Nati Mistral, Joan Manuel Serrat o el mismísimo Keith Richards.

Este potente núcleo económico en el que se convirtió la capital centró el grueso del turismo en los primeros años, hasta su posterior desplazamiento hacia el sur, pero en lo que duró se ordeñó hasta su última gota, a veces sin miramientos, como al japonés que entró en una barbería y le cobraron 80 pesetas por una pelada. "A la factura le sobraba un cero", se lamentaba de nuevo Díaz Cutillas denunciando la "falta de conciencia turística que aún queda en alguna gente".

Y si del burro al Pegaso, del ron blanco al coñac de postín, y mejor si es 501, "que en cualquier momento es oportuno", como se hacía anunciar con su correspondiente sorteo. Por cinco tapones, un televisor de 23 pulgadas.

Pero esa euforia no era solo fruto de un tanganazo de 501, sino producto de una realidad tangible. Los solares se vendían como churros. Se ofrecían apartamentos en Las Canteras con una entrada de 80.000 pesetas y el resto a pagar a tres años. Se construía a mansalva, desde medianías, con sus casas garajeras, a San Agustín y la nueva Playa del Inglés. Muchos isleños compraron apartamentos y los alquilaron "para vivir de las rentas".

El Club Metropole era declarado el mejor de España. La Unión Deportiva vivió su mayor época de esplendor, aunque en los días de la Feria del Atlántico descubrieran a sus jugadores en la aduana de Madrid con transistores hasta en las botas, y con más cartones de cigarros que calcetines en las maletas, además de cámaras fotográficas y otros chismes que le costaron un disgusto y casi la pérdida del encuentro con el Zaragoza.

Así fue como, el mismo día en el que se anunciaba la construcción del hotel Cristina Playa, un edificio "modernísimo de 300 millones de pesetas con un starlight en la azotea", se declaraba abierta la Feria del Atlántico en los Llanos del Polvo, "como un exponente del amor que España siente por la civilización y la cultura", según afirmó en su no menos entusiasmado discurso el entonces presidente del Cabildo Federico Díaz Bertrana.

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