El mar de plásticos abatidos que se pueden observar en el sureste de Gran Canaria demuestran las consecuencias de los monocultivos en la Isla, según advirtió este viernes el presidente del Cabildo, Antonio Morales, quien insistió en defender la pervivencia del tomate, pero también en diversificar la economía, en el 130 aniversario de este cultivo de exportación.

“Es el duro sino de los monocultivos, nacen, crecen y desaparecen. Y vuelta a empezar. Nos caemos y nos volvemos a levantar, pero dejando detrás una estela de paro, pobreza y sufrimiento. Pasó con la cochinilla, el azúcar y el tabaco, y todo apunta a que, si no lo remediamos, va a pasar también con el tomate”, exclamó la apertura de la jornada, en la que hubo ocasión de recorrer su historia a través del Museo de la Zafra de Vecindario, donde los menores no dan crédito y los mayores lo recorren a punta de lágrima por los vívidos recuerdos que acuden a su mete.

En los próximos años, explicó Morales, hay que apoyarse en las nuevas tecnologías, la innovación, la investigación, en la producción de algas para cosméticos, alimentación o combustibles, para ir poco a poco sustituyendo las actividades del tomate, que tiene que seguir ocupando un puesto importante porque aún tiene posibilidades enormes”.

Un grupo de británicos comenzó a plantar tomates en Gáldar allá por 1881, pero la experiencia fracasó, y fue en 1885 cuando plantaron en el sureste con el fin de cargar los barcos carboneros que se volvían vacíos y resultó ser todo un éxito.

Pronto cambió el paisaje y hasta la demografía gran parte de Gran Canaria y nació una marca aún reconocida, tanto que los exportadores marroquíes tratan de emularla, porque “Canary tomatoes” es toda una institución en el Reino Unido, Holanda y los países nórdicos, de hecho una parte de los visitantes del Museo de la Zafra son turistas atraídos por las raíces de esta fruto tropical con el que se han criado.

De 240.000 toneladas a 50.000 en apenas 15 años

Pero tras el esplendor de mediados de los 90, prosiguió Morales, cuando empleaba a casi 40.000 personas sin contar la mano de obra ligada a la producción de plásticos, mallas, pallets, abonos o sistemas de riego, empezó a precipitarse un declive que no ha dejado de disminuir. Tanto, que se ha pasado de las 240.000 toneladas de la 2002 a apenas 50.000, mientras la superficie ha caído de 4.500 hectáreas a solo de 1.000.

El estado de los invernaderos muestran la depresión de un sector “que se resiste a morir” y que ha visto como la falta de control en aduanas ha permitido la entrada de virus implacables y dañinos, la competencia de Marruecos, la exportación peninsular y los incumplimientos en el pago de ayudas aprobadas, han quebrado su competitividad y sus expectativas de futuro.

Las presiones sociales, políticas y empresariales han intentado paliar la situación con instrumentos de financiación y protección, pero finalmente han quedado en papel mojado a causa de un “peligroso cóctel de desidia, incompetencia e irresponsabilidad” que aboca a la desaparición a miles de puestos de trabajo y al desprecio de las generaciones que “surcaron la tierra para pelear por un futuro mejor para sus hijos”.

La tercera zafra, para los estudios

Unos hijos que pudieron estudiar gracias a la tercera zafra de las familias jornaleras, donde las mujeres jugaban un papel fundamental, tras su lucha y encierro a principios de 80, cuando el sueldo de la primera generación que empezó a trabajar en el sur era mayor que el de la familia completa, lo que les llevó a tomar conciencia y a plantarse, y con ello al respeto de derechos hasta ese momento pisoteados, como el control en el pesaje para que no fueran engañados.

Tanto que de deber dinero, pasaron a obtener ciertas ganancias, las del primer año para comprar un trozo de tierra, las del segundo para levantar la casa a altura de techo, mudarse y dejar atrás las cuarterías y la miseria, y las de la tercera zafra, para el estudio de los hijos porque sabían que era su futuro. “Ni encalaban ni terminaban las casas”, rememoró el concejal de Patrimonio Histórico de Santa Lucía, Antonio López, a los componentes de la mesa de inauguración en su recorrido por el Museo.

La Zafra recibió 10.000 personas el año pasado para contemplar un sinfín de objetos relacionados con este cultivo, como las cucañas, que no solo casi han desaparecido del paisaje, sino casi también del vocabulario.

Antonio Morales, José Juan Bonny, presidente de Fedex, Mario Cabrera, presidente de la Comisión de Agricultura del Parlamento canario, Abel Morales, viceconsejero de Sector Primario de Canarias, Juan Estarico, consejero de Agricultura de Fuerteventura, y Dunia González, alcaldesa de Santa Lucía, no solo recorrieron con interés las instalaciones, sino que alguno hasta se encontró en las antiguas fotos.

Las vitolas para medir el tomate, las cajas -los almacenes eran medio carpinterías-, las etiquetas de la época, los antiguos sistemas de pesado, unas cuarterías, la escuelita, o los viejos camiones forman parte de esta ruta histórico.

También los mecanismos de riego, desde las acequias hasta el pozo que se encuentra dentro del museo, de más de 80 metros que, sin embargo, no son muchos para la profundidad que llegaron a alcanzar cuando la dinámica del momento dejó Gran Canaria como un queso gruyere y rompió el equilibrio freático, recordó López.

El interesante recorrido contiene también salas “abiertas” para mostrar el propio cultivo del tomate, así como los que se han sucedido en Gran Canaria desde los granos aborígenes a los árboles frutales que llegaron de américa y a partir del siglo XVII del Reino Unido, que también se dieron en Gran Canaria, aunque de forma más frondosa, además de la tunera, la cochinilla, el tomate y el plátano, que completan un itinerario que cada vez atrae a más público.