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Dentro verano Fataga, San Bartolomé de Tirajana

El palmeral de albaricoque

El fuego de 2007 y los calores casi surrealistas de este verano merman, pero no pueden, contra uno de los caseríos más emblemáticos de la Isla

Hace menos de una semana en Fataga se vivieron unos calores de tal sustancia que de repente el pueblo se quedó esquelético de personas. En el pueblo hablan de temperaturas que fueron medidas en la sombra de hasta 40 grados centígrados, "imagínese al sol", ilustra Diego El Hormiga, en realidad Diego Hormiga, también conocido como Diego El Negro, esto último por la color carbón que se le pone la piel cuando se echa un rato al sol. El caso del calor por lo visto fue de tal virulencia que a medida que se trasunta por las estrechas calles del albeado pago, que en horas del mediodía encandila los ojos, van subiendo aquellas supuestas temperaturas, de tal forma que al final de la calle principal se hablan de valores cercanos al récord absoluto africano, del orden de los 48 grados..., y subiendo.

Pero algo pasó porque las uvas ya están pasas aún colgando del racimo. Josefa García, de 76 años y que tiene en su haber la bodega El Rincón, -tintos y blancos-, expande estos efectos calufóricos con incidencia en los matos de pipa, como el albaricoque, santo y seña de Fataga, "que este año ni floreció", o al melocotonero, todos ellos hartos desde el incendio que arrasó huertas y palmerales en el año 2007 de sobrevivir a las ascuas.

Afirma Josefa que desde entonces ya los frutales no prosperan como antes, además de caerles "una maleza" este invierno en forma de plaga. Esto no quita que la bodeguera haya perdido el sentido del humor ni se explique en modo mustio. De hecho hasta la fiesta del albaricoque, aún sin albaricoques, se celebró a principios de julio pasado sin mayor novedad, aunque deja intuir que cualquier tiempo pasado fue mejor, como también lo apunta la voz en off que se oye desde dentro de la cancela y que señala que esa jarana tuvo tal prestigio en su momento que llegaron a "venir hasta Los Sabandeños", o incluso "el calvo de los pelos grandes, esteeee, sí, mujer, Arquímedes". En realidad, Arístides Moreno, que según Josefa se lo hizo pasar pipa, cómo no, de albaricoque.

Al igual que se lo pasaron en sus tiempos el personal de Fataga en los antiguos veranos de baños bajo el chorro de los tanques del barranco, o entregándose a los margullos en el lavadero, un 'electrodoméstico' ancestral fabricado en piedra de Arucas, o similar, que se encuentra atravesando el pueblo y por el que aún discurre el agua en los días de suelta, como atestiguan sus culantros frescos.

En realidad Fataga se podría decir que es una casona muy grande cuyos cuartos son las casas propiamente dichas. Las calles, sus pasillos al oreo. Hasta incluso ciertos gases, los que emite a veces sutilmente y otras a todo metano el sistema de alcantarillado deberían ser más domésticos que públicos, algo de lo que se quejan los residentes y ya no solo "por el embate que nos da a nosotros", sino por el continuo transitar de turistas que se llevan una equivocada foto fos de lugar tan aseado y emblemático.

Hacia dentro, entre ventanas se oyen conversaciones de una vivienda a otra. Y cuando la brasa aprieta hay personas que se refugian en los sótanos de sus vecinos durante las horas más fuertes del día para luego salir como hurones al llegar la fresca. Otros, como Rosario Artiles, su marido Antonio Cazorla o el hijo de ambos, Marco Antonio, lejos de asocarse combaten el trópico echando más leña a un horno de pan que lleva ardiendo nada menos que cinco generaciones.

Es la Panadería del Abuelo Teófilo, como se conoce de antiguo y que ahora toma el nombre del más joven de la casa, Markitos. Tanto el pan recién hecho, que mantienen fresco en el congelador, -exacto, en el congelador-, como unas "galletitas de almendra", especialidad de la casa, están de gula. El pan, por ejemplo, es comenzar por la teta y acabar por la coleta en unos segundos, y eso que es solo un bocadillo de migas, sin jamón, salchichón, queso o aditamento alguno que lo mejore.

El despacho está al lado de uno de los puntos neurálgicos de Fataga, en las entrañas del caserío, junto al corrillo que está compuesto por un banco de obra y donde "se sentaban los viejos" para decirse cuentos y colarse mentiras, en un tiempo en el que el lavadero se ganaba el nombre como lavadora natural comunal, y se iba al manantial hoy entubado o a buscar leña, como hacía la propia Rosario para darle fosnalla al horno, que a la vista de sus aparatos, formas y mecánicas debe datar de la víspera de la Revolución Industrial.

Diego El Hormiga actúa de cicerone espontáneo. Aguanta carros y carretones, de bromas del vecindario. "Si a uno no lo molestan es que no lo quieren", resuelve Diego mientras termina de explicar el proceso veraniego de Fataga, que incluía una patineta de madera y cojinetes que le hizo el padre. En realidad una forma de preservarle el físico. "Es que era menos peligrosa que los carretones que se hacían entonces. Bajaban por la curva", esto es por la carretera general de Fataga, "a toda mecha. Y entraban culeando". Quizá Diego está para contarlo gracias a la ocurrencia del padre de dotarlo de aquél vehículo tan pachorrudo, concluye mientras regresa de vuelta a la plaza de San José y el frescor de sus laureles. "Y menos mal que refresca. Cuando aquí hizo el calor hasta a las muñecas se le hincharon las manitas".

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