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Dentro verano Las Rosadas, Teror

La parada de Olaya

Las Rosadas de Teror soportó durante siglos un gran tráfico de arrieros, un nodo entre los que iban a cumbres y bajaban a costas

Olaya Ortega Suárez tiene 74 años "bien despachados" y una parada de guaguas. Es quizá de las pocas personas del hemisferio norte que cuenta con una mejoría como ésta para él solo y para la compaña que lo visita, como ocurre con José Nuez Suárez, que no es una guagua, pero que para en la parada de la guagua del señor Oyala a darse buenos días y novedades.

José Nuez viene equipado con una escalera, que por el geito del cómo la maneja y habla con ella puesta, parece una prolongación de su clavícula. Nuez está de recado guindando el chisme entre el pago de Las Rosadas y el barrio de Los Llanos, en Teror.

Las Rosadas, que es el asunto que viene a entretener el folio, se asienta en la parte estrecha del fonil que se monta en la cabecera de poniente de la villa de Teror, que hoy no se ve aunque está a vuelo corto de mirlo porque se encuentra tupida por el nuberío mañanero del alisio. Es justo en la curva donde la parada en la que ha hecho su tresillo Olaya donde la bruma se despeja, para abrir un paisaje en el que un gnomo se sentiría en casa si no fuera por el tropicalismo de una flora que no es de abeto, sino de palmera, higuera, manzanos, perales, cítricos, castaña y mucha caña.

Un rebumbio en el que no se sabe dónde acaba el codeso y dónde empieza la retama, todo perfectamente desorganizado en bancales, en caminos que son casi parte de la azotea de una casa, en pozos que se intuyen por el travesaño del winche y el trío de molinos que estrujaban el grano por la energía de unas aguas que, según el relato del que fuera cronista de Teror, Vicente Hernández Jiménez, caían ladera abajo para desembocar hasta el barranco de Tenoya por Quiebramonte, Los Morales, Las Cuevas, La Madrecilla, Los Gazapos, La Grama y La Sinanga.

"Los viejos antiguos han ido muriendo todos y lo que quedan son inquilinos", aporta Ortega Suárez, y ya son apenas dos o tres los que aún recuerdan la molienda en las muelas de don José Santana, dentro del molino "de arriba", y que es más prehistórico "que la raña"; el que se encuentra enmedio del sinuoso veredo, que era de cho Pancho Pulido pero que era más conocido como -ya es casualidad- el molino de enmedio, y por fin el que se coloca en el zaguán del lugar, justo debajo del puente y que pertenecía, y también decían, de María Manuela. Afirma Olaya que aquella era la única energía existente en Las Rosadas que él se encontró allí cuando recaló desde Osorio, donde trabajó con las Niñas del Castillo, hasta el moño "de comer leche y tabique, y dos quesos al día". En sustancia, como aporta Nuez y su escalera, "más tabique que leche". De eso hace tal pella de años que quizá roza el medio siglo. Pero aún hace unos cuarenta años "no había luz, ni agua del chorro". A sus cuatro vacas, cinco cabras y tres ovejas les echaba afrecho con una linternilla en la boca. Y la casa la alumbraba con faroles. El agua en baldes, "hasta que un domingo pusieron una tubería y la conectaron con el pueblo".

Bueno, "realmente no había ni desperdicio, ni maleza porque lo que andaba medio vivo se comía". Por no tener, Las Rosadas no tenía ni brujas. "No, nunca hubo brujas por aquí. Lo que sí hubo fue alguna espabilada".

Pero con todo llegó a tener tres tiendas. ¿Y por qué tres tiendas en punto tan esquinado? Pues porque aquello era lo que viene siendo hoy la circunvalación capitalina pero en versión camino real.

Era tanta la gente que venga para Valleseco y Tejeda, y venga para abajo camino de la costa que se levantaban polvajeras en los días de verano, como en el que ayer mantenía tumbados a pájaros, perros y gatos. Concretamente el gato sin nombre que está con Pichín, el perro, se acaba de desayunar un ratón de campo, dos minutos antes, y sale el rabo del roedor abanando entre colmillos, despidiéndose del mundo. Y será la humedad de aquel rincón de laurisilva, pero el cogollo es que a medida que se entra en el frangollo de álamos y laureles se espesa la atmósfera y salvo una mosca pejiguera que hace de guía, Las Rosadas están aplastadas.

Olaya Ortega dibuja, pues, un pasado de gran tráfico en ese nodo circunvalatorio situado en la cota de los 750 metros de altitud, formado por arrieros en caballos y burros, cuando no a alpargata limpia, acarreando frutos, carbones y leñas para el litoral, y mercancías algo más manufacturadas para arriba; en el que el día de Reyes era una fiesta si le traían un boliche para cada hermano; y en el que esperaban con cierta ansiedad a que llegara el padre caminando desde la fiesta de la caña dulce de Jinámar, porque siempre traía una que chupar. Eran tantas las carencias gastronómicas que no olvida el epigrama que aprendió de chico: "Ayer convidé a Torcuato: /comió sopas y puchero, /media pierna de carnero, /dos gazapillos y un pato. /Doyle vino, y respondió: / Tomadlo, por vuestra vida, / que hasta mitad de comida / no acostumbro a beber yo."

"¿Lo entendió lo que dice? Eso es saber comer y lo demás son boberías, apúntelo bien eso en la libretilla chica esa que tiene".

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