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Dentro verano El Tablado, Gáldar

Sofía, alma de El Tablado

En Barranco Hondo de Arriba existe una familia que atesora toda la gama de saberes que durante siglos dio vida y color a la cumbre

El Tablado tiene dos estaciones anuales, "algarabía en verano y tristeza en invierno". Sofía Pérez Díaz para el motor de su coche en Barranco Hondo de Arriba. Viene de expedicionar a Gáldar con el ánimo de comprar harina con su hijo Manuel Godoy. Les recibe el perro Pitoco. Pitoco: m. Dícese de cualquier perro que, o bien nació sin rabo, o sobrevive con el rabo cortado.

El Tablado está a 1.258 metros de altitud en la cabecera de una interminable falla presidida por dos caideros, el de La Solanita y el del Caballero, que hacen bajar las aguas por una ristra de topónimos que indican que sus riscos, eras, andenes, lajillas, solapones, hoyas y hoyetas, cuevas, pedregales y majadales acogían una verdadera metrópolis troglodita tanto antes de la Conquista como tras ella, donde se domiciliaron los primeros canarios bautizados.

En realidad su materia en piedra, de fácil esculpir, permitía a indígenas y cristianos urbanizar el interior de la tosca creando un fortín al soco de enemigos, vientos, temporales y solajeras que se fue perpetuando durante siglos hasta casi casi antes de ayer.

Cuando Sofía Pérez Díaz llegó al mundo vía El Tablado hace 49 años, el lugar aún bullía de personas, animales y celemines plantados de cereales, hortalizas y cultivos de temporada, en una época en la que el agua había que buscarla a cacharro o bajar al Charco de La Arena a lavar la ropa. A los 6 años de nacida Sofía conoció la magia del chorro doméstico, y a los 14 la luz eléctrica, tras pasarse la niñez y mitad de adolescencia haciendo deberes con la lumbre de la vela y el petróleo prendido. "Me gustaba El Tablado, y me gusta".

Manuel Godoy, que tiene ahora 15 años, coge las bolsas de harina y la carretilla cargada de leña de retama. Sofía hace pan, "porque el pan nació conmigo y creció conmigo", mecanizando el mismo amasijo que le enseñó su madre, a su madre su abuela, y así sucesivamente hasta llegar al primer ser humano que inventó el pan.

La carretilla pasa por debajo de las parras, a la vera de los inciensos y se introduce por un dédalo de escalones, pasillos, rampas y recovecos por donde los bidones de las azoteas quedan por debajo de las calles, la mayor parte de ellas con puertas candadas, condenadas por la huida de sus habitantes. Es un lugar de tanta pendiente y lejanía que, con la salida de los jóvenes a las zonas bajas y de litoral, ya no es apto para mayores. Quedarán unas treinta almas, calcula a ojo. Pérez Díaz relata con espanto cómo tenía que meter el día de médicos en esa carrucha a su padre con 84 años y a su madre con más de 80 para sortear la distancia entre la alcoba y la carretera general. "Una historia de miedo", la describe, y todo por la prohibición de tender una vía para meter un fotingo.

De camino a casa pinta un paisaje anterior de orillas llenas de hombres sentados al caer la tarde jugando a la zanga y al dominó, mientras las mujeres "se ponían a platicar en la tienda de Nicanor. Era precioso", y también la forma de buscar el descanso de las trillas del verano, que aún hoy sigue haciendo Sofía, unas veces sola con un tractor, o cuando cuadra con las dos bestias de un vecino.

Criados al dedo

Dentro de la vivienda hace un fresco esotérico. Un frescor de cueva. Ahí está Jesús, de 19 años, el otro hijo de un matrimonio que comparte con José Antonio Godoy. Jesús y Manuel, que estudian con aprovechamiento en Gáldar, con guagua al alba, están criados al dedo. A Manuel le toca el frangollo de cuidar las gallinas, el acarreo de leñas y toda suerte de recados. Y Manuel para lo que se tercie. Y lo que se tercia es un programa tal de actividades que se diría que los cuatro podrían surtir el abasto no solo de Barranco Hondo de Arriba, sino también el de Abajo.

El padre, además de agente forestal, igual hace un cesto para poner los panes que ciento, incluida la cría de cochinos. Ella el pan, la trilla, los bancales de papas, las hortalizas, las fresas o el gofio, pero desde cero, plantando los millos, descamisando, desgranando y llevando el zurrón al molino de agua de Las Minas. Y los galletones, que miran a la madre con auténticos ojos de queso tierno, ponen el resto.

"Aquí o haces algo o te tiras por la ventana", sentencia antes de salir para donde está el horno, otro viaje de cuevas, zaguanes, patios y metros más allá.

Ahí Sofía lo borda con piezas de pan redondo de miga profunda y también de pan cumplido, que es como llama al alargado, y sobre todo cuando lo fabrica con una harina "que saco de mi trigo, con el grano lavado y mondado sobre una mesa uno por uno hasta que no quede un pajullo".

Después de pasarlo por el molino lo cierne y le quita el afrecho, "para que no quede muy negro", y de ahí sale un pan oscuro, sí, pero de un sabor increíble, tan increíble y sabroso como El Tablado, su Barranco Hondo de Arriba y la sustancia de Sofía Pérez Díaz y familia.

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