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Dentro verano Motor Grande, Mogán

El pueblo que carbura

El pago de Motor Grande guarda la memoria de los primeros colonos de las fincas de cuando Puerto Rico era un planeta aparte

Mucho antes de que el barranco moganero de Puerto Rico se azulejiara concentró en su cauce y lomas unas extensas fincas que se dedicaron a la platanera y al tomate, y al pepino y a la berenjena.

Con aquella nueva explotación agrícola que durante cientos de años era solo un terregal sin mayor riqueza que unas aguas picadas que abastecían primero a los piratas y posteriormente a los antiguos veleros de cabotaje llegó también un grupo de colonos provenientes de Cercado s de Araña, Barranquillo Andrés, Soria, Brusco, por la parte sur, y de Valleseco y San Mateo por la parte norte.

Las condiciones de vida allí hace 80 años eran anteriores a las del pleistoceno, y así donde hoy existen complejos de apartamentos y confortables hoteles aquellos adelantados se refugiaban en chamizos de barro y piedras, con cocina en el exterior azocadas con sacos de guano, y un único lugar donde aflojar las aguas mayores y menores: Detrás de una gran piedra, tanto mujeres como hombres.

Eran 20 pesetas por un trabajo de sol a sol y cuya única relación contemporánea al resto del planeta consistía en dos motores que sacaban el agua de los pozos.

Uno situado más a costa, Motor Chico, y otro arriba, Motor Grande, que prestaron la toponimia a los únicos núcleos con personas vivas.

Motor Grande sobrevivió al boom turístico y aún quedan allí dos referentes principales. La casa de máquinas que acogió al enorme chisme y un no menos acrecentado laurel de indias plantado hace uno 120 años por uno de sus maquinistas, el galdense Manolito Sánchez. Se dice que el motor Ruston era de tamaño tan fenomenal que para levantar la llave de trancar las tuercas necesitaba de la fuerza de dos hombres, y que una vez puesto en marcha los bramidos de sus dos pistones atravesaban huesos y entrañas. Aquellos colonos parieron hijos allí que no conocieron Telde hasta la edad de los 11 años, u hombres como un pino que vieron por primera vez la capital de la isla cuando la visita de Franco como comandante en jefe, día histórico en el que la propiedad de aquella tierra, Juan Sánchez de la Coba y don Paco Navarro, metieron a la peonada en cajas de camiones de ruedas macizas para transportarlos al siglo XX.

Cuando Juanito Valerón, Manolito El Bosta, Juanito Araña o Silverito salieron del entonces túnel de La Laja y vieron la ciudad quedaron espantados al ver "las casas amarradas por los techos".

Jamás en la vida habían visto un tendido eléctrico y aquello presagiaba tanta endeblez que temían pasar la noche en un lugar tan precario que requería de maromas para que no se derrumbara.

La cosa no quedaría ahí. Todavía en la pensión de Dieguito Sánchez, pegada a la calle de La Pelota tuvieron que apagar la bombilla de un trastazo, una vez aburridos de soplar sin resultado.

La mayor urbe conocida hasta el momento era la también primitiva Arguineguín a la que iban en barquillo de remos desde aquél puerto a hacer la compra para volver andando. La mercancía sí volvía por vía marítima porque no cabían juntos pasaje y atarecos.

También marchaban al pueblo de Mogán, primero por una vereda por la orilla de la playa, y luego remontando a pie el barranco vecino para ir a pagar sellos, cumplimentar trámites, echarse unos rones y jugar a la baraja. Luego volvían a aquella anomalía espacio-temporal en el que los quinqués prendidos con petróleo espeso, el mismo que daba macho al Motor Grande, daban una única luz de humo tan denso que ennegrecía hasta los mocos.

Y es que entre Motor Grande y Motor Chico, por no existir, ni existía el calendario. No se celebraba Pascua ni fin de año. La primera comunión se hacía descalzo, como todo lo demás, y tras la trascendental ceremonia continuaba la rutina de irle a dar de comer a las cabras, hasta que con el transcurrir del siglo pasado se fue construyendo una primera ermita que se hacía por las tardes después del trabajo a justas del día, hasta la medianoche para dedicarla a María Auxiliadora, imagen donada por De la Coba, afamado sombrerero de la calle Triana, y que vendió el fincón de 12 kilómetros y ocho millones de metros cuadrados a los llamados Catalanes por un cuarto de millón de pesetas. Estos Catalanes, encabezados por Joaquín Prats, vinieron a comprender el problema de la tosca-letrina colectiva, a esas alturas convertida en un estratovolcán de incierto magma y en un almacén instalaron un baño asociado a una cuba de agua. Aquello fue una efemérides con todas sus letras, especialmente para ellas.

La otra vendría después, en 1966 cuando por 30 millones se vendió a los hermanos Roca Suárez. Hay quién dice que solo con los primeros solares parcelados para la urbanización turística en aquellas vísperas de lo que estaba por venir lograron pagar la operación.

Pero en cualquier caso, para la peonada enclaustrada entre Motor Grande y Motor Chico fue la primera vez que la vida los puso realmente en marcha. Una máquina del tiempo que los transportó de los infernales tomateros a los jardines y del quinqué de petróleo basto a la luz eléctrica.

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