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De BIC en BIC El casco histórico de Teror (2)

La plaza de la muerte blanca

Bajo los tres emblemáticos recintos religiosos del centro de la villa mariana reposan restos de canarios y colonos

El centro histórico de Teror (BIC)

El centro histórico de Teror (BIC)

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El centro histórico de Teror (BIC) Juanjo Jiménez

Cuando un centro histórico es declarado como Bien de Interés Cultura, esta clasificación alcanza no sólo el patrimonio aéreo a la vista, sino también su subsuelo, y con todas sus consecuencias...

Los miles de visitantes que acuden los fines de semana para girar visita a la patrona o al calor del mercadillo dominical, así como los vecinos de la localidad que trasiegan en sus quehaceres diarios sobre el pavimento de la plaza del Pino, no imaginan que bajo sus pasos se esconden siglos de historia, la mayor parte de duros episodios que han quedado soterrados por la evolución urbanística y arquitectónica de su entorno.

El caso de Teror en este aspecto esconde sus peculiaridades, propias del corazón de la cristiandad isleña, de los primeros repartimientos de la Conquista y de la trascendental 'aparición' de la Virgen y el mítico pino donde dejó la impronta de sus huellas. Es allí a los pies de aquél gigantesco mato capaz de albergar entre sus ramas a varios dragos donde se construye la primera ermita dedicada a Santa María de Therore.

Y tal y como recogían los usos de esos siglos antiguos es allí donde se realizan los enterramientos por su cualidad de espacio sagrado. Esa primera ermita, de apenas unos 50 metros cuadrados y enclavada en lo que se conoce como la Huerta de la Virgen, se queda pequeña en el año 1582, según empiezan a reportar sus clérigos, y es derruida y reemplazada por una segunda construcción de la que hoy queda como testigo la torre amarilla de la basílica actual.

David Naranjo, arqueólogo de la empresa Tibicenas y guía del Cabildo de Gran Canaria en las visitas programadas a los distintos BIC de la isla, invita a imaginar el resultado de un escáner al suelo de la plaza y los alrededores de ese centro histórico. "Veríamos la cimentación de la primera ermita, y en otro punto, quizá entre la Cruz Verde que marca la ubicación del pino milagroso y la actual plaza Teresa de Bolívar, los de la segunda construcción, que era más grande".

Naranjo sentencia que "no todo lo que vemos es lo que fue", y que la tercera basílica, que es la definitiva si logra superar con el tiempo los contratiempos que producen esas tierras de aguas, "que embotellamos y exportamos", pero que a su vez es causa de la ruina de las anteriores, está rodeada y se asienta sobre un tenebroso panorama.

Si a más profundidad que la de los superficiales adoquines se pudiera echar una mirada, que incluso taladrara por debajo de la capa extraída durante la remodelación de la plaza que se ejecutó durante la época franquista -y que saldó con camiones y camiones cargados de huesos-, "habrían aún muchos más terorenses enterrados en ese espacio, porque hasta 1820, cuando no se crea el primer cementerio de Teror, es allí donde se enterraron las personas durante siglos y siglos.

En el Teror del XIX, al igual que en el resto de la isla, la villa soporta episodios brutales de cólera morbo, como el de 1851, que diezmó la población a mansalva. Se tuvieron que abrir espacios sagrados con el único de fin de encontrar lugares donde poder dar sepultura a los cientos de fallecidos.

Uno de esos puntos se encuentra en el cercano barrio de Arbejales, en un paraje que aún se conoce como la Montaña de Los Muertos. El otro se ubica en otro referente inimaginable para aficionados y deportistas. Justo por encima del campo de fútbol y el polideportivo de Los Llanos.

"Aún están ahí y son muertos del cólera y de brotes de fiebre como la escarlatina". Pero, ¿quiénes eran? En buena parte niños, sobre los que se cebaba las enfermedades y las grandes hambrunas que sufrían la pobreza del campesinado. "Salvo familias como la de los Manrique de Lara, Pérez del Toro, o De la Rocha, el resto de la población sufría bastantes dificultades para sobrevivir", apunta Naranjo.

Durante cientos de años la postal cotidiana incluía el encuentro con niños abandonados, cuando no muertos en la puerta de la basílica o en los bancos de las calles. "Era la muerte blanca, la muerte de los niños puros".

"Es una reflexión que a través de un Bien de Interés Cultural nos habla del concepto de la infancia y de la vida, y cómo lógicamente cambia esa interpretación en la sociedad actual, que ve en la muerte algo alejado cuando hace apenas cien años era lo cotidiano".

En aquél paisaje lo normal es que los galletones llevaran un botón negro en la solapa o un brazalete del mismo color, o que las mujeres aún jóvenes vistieran velos y trajes de luto, "un luto que duraba hasta su propia muerte porque era una constante los decesos de hermanos, padres, tíos...".

La basílica, donde durante décadas se depositan cuerpos bajo sus baldosas o a la vera de sus columnas, acoge en aquellos tiempos y a diario a los vivos que tienen un contacto casi íntimo con sus fallecidos. Hasta que no da abasto y en el marco de la Ilustración, del aumento de la población y de las primeras medidas sanitarias, tienen que depositarlos en los nuevos cementerios, creando un pavor añadido en esa población vestida de negro por el hecho de ver separados a padres de hijos o hermanos en el camino al más allá.

Aquél rechazo incluía polémicas por ser inhumados junto a los no cristianos, o también saqueos por coleccionismo y expolios para vender los cuerpos a la ciencia.

La cultura de la muerte, del vivir con el concepto de una vida tan efímera como frágil se trastocó para siempre. Y de pisarla a diario se pasó a una sociedad que acude a ella esporádicamente, que rinde homenaje a sus seres perdidos en el día de Todos los Santos o, si acaso, cuando toca aniversario.

Mientras, y por milenios a la vista, ahí bajo la plaza de Teror y sus tres recintos religiosos quedaran en su limbo tanto los primeros aborígenes cristianizados que pasaron de llamarse Abenchara a María del Pino, como las generaciones de colonos que poblaron la nueva villa, cuando no los que, aún siendo de lejos, quisieron ser enterrados a la vera de su patrona.

Gabriel TrujilloSepulturero

  • Los 200 años de dolor del primer camposanto: Gabriel Trujillo es el sepulturero que cuidada del primer camposanto del centro de la villa de Teror, construido en 1820, y que representan "200 años de dolor". Trujillo barre las hojas par enseñar las lápidas antiguas como la de un enigmático capitán Becares enterrado en 1911. Ello en un recinto que, según afirma, siguen visitando personas hasta dos veces por semana y que mantiene sus flores vivas "porque a los muertos", sentencia, "hay que hablarles con cariño".

Gustavo TrujilloHistoriador

  • La fuente de los milagros y la tumba de los esclavos: El historiador Gustavo Alexis Trujillo se pregunta hasta qué punto quedan restos humanos en la basílica, ya que en la remodelación de los 60 se sacó "una cantidad enorme", perdiéndose una valiosa información en forma de ropas y objetos. También apunta a la fuente de los milagros, una construcción, hallada en 1760 bajo la plaza de la que se decía brotaba el agua del pino milagroso, o la llamada tumba de los esclavos, que se encontraba tras el coro de la segunda ermita de la villa.

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