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De BIC en BIC Punta Mujeres, La Charca y Faro de Maspalomas (4)

Maspalomas, desierto animado

Denostada durante siglos, la punta sur de Gran Canaria se convirtió en la milla de oro del turismo y la plataforma que atestigua las tres grandes revoluciones del mundo isleño

Vista aérea de la Punta de Maspalomas, presidida por el faro construido por Juan de León y Castillo a finales del XIX.

Lo que hoy se ve desde una hamaca en el que es uno de los mayores reclamos turísticos de Gran Canaria, y que habrá sido retratado por buena parte de los cuatro millones de turistas que han visitado la isla en los últimos doce meses, no deja entrever que la punta de Maspalomas, su faro, su yacimiento de Punta Mujeres, -ambos declarados Bien de Interés Cultural-, y La Charca, que se encuentra en proceso de la misma catalogación, resumen siglos de supervivencia en uno de los ecosistemas más duros del archipiélago.

Bajo el epígrafe La luz que guía la historia, el Cabildo de Gran Canaria ofrecerá unos recorridos guiados en torno a la gran linterna levantada a finales del XIX para recorrer el camino que lleva desde la cultura prehispánica asentada al borde del mar del sur, hasta la colonización y posterior trajín de piratas, naves, trasuntos tomateros y explosión turística.

Toda esta latitud, que por árida y por falta de recursos hídricos fue la malquerida de los nuevos colonos, al punto de permanecer durante cientos de años como tierras de realengo de la Corona de Castilla, fue sin embargo despensa y sustento de unos antiguos canarios que sí supieron con garbo extraer del océano el marisco y el pescado.

Esto se deduce de la presencia y los vestigios de Punta Mujeres, hoy casi en la línea del agua y cortado a rente por el paseo de Meloneras. El asentamiento constituía un anexo más de otros recintos para vivos y también para muertos, como el de la cercana necrópolis de Lomo Perera, descubierta cuando las obras de la variante de la autovía del Sur, y cuyos restos humanos, tras pasar un calvario de años abandonados en unas naves, hoy reposan con dignidad en el Museo Canario, dando cumplimiento a una deuda histórica de Patrimonio con aquella población.

A esos vestigios hay que añadir indicios. Como los focos de combustión de las Dunas de Maspalomas excavados recientemente y que arrojan dataciones de los siglos VIII y el IX. Todo este conjunto confirma los primeros usos de la desembocadura de las aguas corrientes del barranco de Tirajana y que conformaban un oasis real y metafórico de recursos marinos y domésticos, como la leña y la madera que aliñaban la vegetación de un paisaje al que se sumaban los ganados de cabra que transitaban de allí a medianías y cumbres.

Una vez que Canarias entra a formar parte de Corona de Castilla el sur tarda siglos en variar de postal, por la falta de interés de los colonos. Era solo tierra árida para el europeo o un recurso de última hora para piratas, conquistadores de continentes y navegantes que hacen allí sus aguadas. Con el tiempo hasta de un submarino alemán, como el que fue hundido por la aviación inglesa en el lugar.

Pero mucho antes fue un holandés el que bautizó, con mayor probabilidad, el nombre de la bahía vecina, la de Playa del Inglés. David Naranjo Ortega, arqueólogo y guía de la consejería de Patrimonio del Cabildo, ilustrará a la visita cómo las aguas de La Charca, a pesar de ser salobres, eran totalmente potables, y cómo los recursos, desde aves o maderas que se podían extraer en un mundo que abarcaba desde Montaña de Arinaga hasta La Aldea, funcionaba como engodo para cualquier marinería rumbo a horizontes remotos. Aunque fuera incluso para restregarse las heridas, como le ocurrió a Van der Does, cuando tras arrasar en 1599 la capital de la isla casi por completo se embarca en su armada y para en Maspalomas para avituallarse y enterrar a sus muertos. Ahí es cuando algunos estudios sitúan al corsario holandés como el inglés que da nombre a la playa.

"Todos sabemos", apostilla Naranjo Ortega, "que eran holandeses, sí, pero para la población común de la época todo el que no hablara el mismo idioma o no ejerciera la misma religión eran ingleses. El topónimo no tiene nada con la caseta de un inglés, como se ha venido a hacer creer".

Aún siguen siendo tierras desérticas propiedad de la Corona, con apenas un uso ganadero vinculado a Amurga, erial de cabras y pastores. Con el tiempo habrán camellos salvajes que se pueden atisbar en las dunas y que llegan con los primeros años de la Conquista.

Un paisaje cultural que resume el final de una sociedad, la prehispánica y la llegada de la nueva que no se configura hasta el siglo XVIII y que ayuda a entender su evolución histórica, que no se resume únicamente en lo que hoy ve ese nórdico a punto de darse un baño, de almorzar en una de las terrazas que dan al salitre o de comprar en los interminables centros comerciales de hoy en día.

No es hasta el 23 de septiembre de 1777 cuando el rey Carlos III otorga el condado de la Vega Grande de Guadalupe a Fernando Bruno del Castillo Ruiz de Vergara. Sus dominios abarcarán el 98 por ciento del actual municipio de San Bartolomé de Tirajana, quedando todas aquellos pastores, agricultores y algún pescador como arrendatarios o medianeros del conde en un régimen de servidumbre.

El esqueleto del tomate

Con la nueva titularidad del suelo llega el cambio de uso, con las dos siguientes revoluciones principales. Primero la tomatera, a principios del siglo XX. Se comienza a roturar aquél espeso matorral, y también los cardones de los que existen reseñas de su gigantesco tamaño y abundancia. Tanto que los pocos que quedaban eran capaces de dar sombra a los primeros coches que llegaron al sur.

El flamante monocultivo es apreciable aún hoy en día en los restos de infinitas acequias y riegos, que conforman el esqueleto de aquél gigante que movilizó a buena parte de la población, porque con la creciente exportación se inició la migración del interior isleño, sobre todo de mujeres que van a las zafras procedentes de la cumbre o el norte de la isla.

Son los aparceros y sus miserables cuarterías, insalubres y duras como el propio entorno en el que se levantan para ofrecer apenas un zoco al sol, al viento, al polvo y la molienda de los cuerpos. Ahí se criaban familias enteras, que se refugiaban de fuego del mediodía en las propias cucañas que entongaban el material del enlatado.

La segunda catarsis llega a partir de 1961, cuando el conde de la Vega Grande, Alejandro del Castillo, convoca el Concurso Internacional Maspalomas Costa Canaria, ganado por la firma francesa Societé Pour L´Etude Tecnique d´Amenagements Planifiés. Se habla de que supuso un boom turístico, pero para la identidad del isleño fue el bombazo que reventó su idiosincracia, pasando sin transición del surco en la tierra a servir copas en hoteles y bares.

Del surco al 'after sun'

Generaciones de isleños agarrados durante siglos al sacho iniciaron esa segunda migración, pero ahora casi en masa, al calor de la transformación urbanística y económica que llegaba del hasta ahora denostado desierto, dejando en el camino su acervo cultural, "ahora impregnado de after sun y bronceadores", según afirma Naranjo.

De estas dos revoluciones queda el testigo levantado por el ingeniero Juan de León y Castillo, el Faro de Maspalomas, que elige el lugar exacto donde se desarrolla la historia y casi el único con areniscas apelmazadas que le permitía levantar con seguridad la mole cuyo primer destello se fecha en la noche del 1 de febrero de 1890.

El faro, declarado Bien de Interés Cultural en 2005, con categoría de Monumento Histórico, eleva la linterna a los 60 metros de altura, apoyada en una base con forma de casa canaria de dos pisos para mejor agarre y contrarrestar el empuje de su fuste, en una insólita fábrica que comienza a plantearse en 1861, si bien no se encarga la redacción del proyecto hasta 1884 para finalizarlo en el 89.

La visión de aquel falo imponente entre la nada era el Houston del momento. Una imagen extraordinaria que se erigía entre el mar, el sistema dunar y el palmeral con la elegancia de su sillería de primer orden, gris azulada, y que lo ha convertido en el que se considera como uno de los monumentos más conocidos de Gran Canaria.

Un elemento que refleja la odisea de aquella empresa sigue aún a sus pies. Es el pequeño muelle que actuó de puerto para descargar material y las cuadrillas de trabajadores y técnicos dado que no existían carreteras que atravesaran los inmensos terregales. Desde allí sus destellos son visibles a 19 millas náuticas, elevados por un cilindro troncocónico con un diámetro medio en la parte superior de más de seis metros. Desde el interior apabulla el estrechamiento de la columna a medida que se va ganando altura, con un escalera de caracol que se va perdiendo con la misma intensidad que la luz que salva a los navegantes.

Y que despide a los emigrantes, porque el faro, la punta de Maspalomas y ese oasis conformaban la plataforma entre América, Europa, África e incluso Oceanía, testigo de la partida de los viajes de placer, sí, pero también de los más duros episodios de emigración de aquellos canarios que tuvieron que decir adiós a su tierra para embarcarse la aventura americana.

Hay, y se debe, imaginar el adiós, la vista atrás a Gran Canaria con el claro oscuro del rayo de faro que abarcaba desde la Punta de Arinaga a la del Castillete, ya en Mogán, mientras desaparece el archipiélago entre las olas.

"El último adiós a la tierra", como lo califica el arqueólogo, "hoy también difuminado entre los bulevares, los centros comerciales y las grandes cadenas hoteleras".

Inscripción abierta

  • Mañana lunes se abre la inscripción para participar en las visitas guiadas -y gratuitas- del Servicio de Patrimonio Histórico del Cabildo de Gran Canaria al yacimiento de Punta Mujeres, el Faro de Maspalomas y La Charca. Se trata de 40 plazas a las que se pueden acceder de forma presencial en la Oficina de Información y Atención Ciudadana del Cabildo, en la calle Pérez Galdós, cerca de la Casa Palacio; llamando al teléfono 928 219229, o a traves de la página grancanaria.com. Las visitas se celebrán los sábados 11 y 18 de febrero.

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