En el verano de 1895, en un momento con un alto censo de población infantil sin escolarizar, el Ayuntamiento de la Vega de San Mateo decidió crear escuelas de primeras letras en los barrios cumbreros de Las Lagunetas y Utiaca, pues tan solo existía un único colegio público en el casco, ya desbordado, y los padres se quejaban de que sus hijos tenían que caminar varias leguas todos los días para acudir al pueblo y luego volver. El entonces alcalde Francisco Navarro Socorro envió al médico municipal Isidro Ezquerra Corrigüela junto a tres miembros de la Comisión Municipal de Enseñanza: José Ortiz Vega, Antonio Déniz Henríquez y José Marrero del Toro a fin de inspeccionar varias casas campesinas para instalar en ellas las futuras aulas.

El comité de sabios concluyó que la escuela de niños debía instalarse en Las Lagunetas y la de niñas en Utiaca. Poco después enviaría el expediente al Estado en busca de su consignación presupuestaria para material y sueldo de los enseñantes, pero éste durmió en el cajón del olvido durante varias décadas. Por fin, el 28 de abril de 1917, el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes aprobó la creación de sendas escuelas mediante un real decreto publicado en la Gaceta de Madrid, pero una en Utiaca y la otra en ¡Cueva Grande!, para sorpresa de los lagunetenses, quienes reclamaron inútilmente su escuela en el transcurso de los días. Así nacieron estas escuelas rurales de las que han salido cientos de alumnos. Hoy solo se mantiene el CEIP Utiaca (www.ceputiaca.es), que acoge a 19 alumnos en dos grupos, a cargo de los tutores Miguel Martín y Sonia Almeida, y, para el próximo curso, se espera contar con tres nuevos estudiantes.

Estos centros descansaban en un entorno privilegiado. Escondida entre huertas vecinas, una pequeña casa campesina desde la que se divisaba los dos extremos del mundo de Utiaca se convertía en la primera escuela en la historia del barrio. Los dos primeros maestros fueron Nicolás Espino Aguilar, natural de Telde, y Rita Espino Gil, nacida en Ingenio e hija de otra maestra (Lucía), natural de La Lechuza. Ambos comenzaron su andadura en el curso escolar de 1917-1918 y con el sueldo anual de mil pesetas. Utiaca se convertía de este modo en su nuevo destino rural, que nadie olvida, aun en la lógica provisionalidad, pero que en cierto modo acabaría por fundamentar la vocación que ya habían elegido. Arrancaba la historia de uno de los hitos del pago, como ya lo eran el barranco de La Mina, el Lomo de Enmedio, la Hacienda de los Quintana o el molino de La Yedra.

Frío y alpargatas

Las asignaturas que se impartían eran las habituales de la época: enseñar a leer y escribir, y religión, que, con la estricta y disciplinaria pedagogía de entonces trataban de sacar de la ignorancia a aquellos niños. La escuela, separada por sexos, conoció los cambios políticos en España: la dictadura de Primo de Rivera, la II República, la Guerra Civil y la dura posguerra, la llegada de la democracia y, por supuesto, las leyes de Educación emanadas de los distintos regímenes autoritarios.

Utiaca era entonces un pueblo remoto, pobre y atrasado, de apenas 800 habitantes, que parecía estar lejos del monótono y anónimo transcurrir de los siglos. Como casi todo el mundo en el pueblo, los vecinos se ganaban la vida trabajando en la tierra. Aún no había llegado la carretera ni la iglesia de Santa Mónica, que se construiría con gran sacrificio a partir de 1947 gracias a las limosnas y la mano de obra ofrecida por los utiaquenses.

Eran tiempos difíciles, la carne se comía cuando se podía y casi cada día el plato único era potaje, mientras quedasen colinos en las orillas de los cercados. Esta tierra amable también era un páramo de inviernos gélidos. Ni en las casas ni en la escuela había estufas para el frío ni climatizadores para el calor. Muchos de los escolares acudían a clases desabrigados y descalzos, a pesar de que las lluvias, como aguaceros universales, dejaban las veredas y caminos convertidos en ríos revueltos. Los que podían permitírselo llevaban alpargatas, pero como la tela solía mojarse era habitual que se rompieran hasta el punto que el imaginario popular creó un dicho que decía: 15 días sanas, 15 días rotas y 15 más, ¡esperando por otras!

A comienzos de la década de 1950, en un tiempo aún en blanco y negro, llegó como maestro de los niños de la escuela de Utiaca don Esteban Marrero, que había sido sargento del ejército en Guinea Ecuatorial, de los famosos sargentos provisionales de la Guerra Civil y que llamaba la atención entre los vecinos porque tenía coche, cosa rara en un maestro de entonces. Era un coche negro, pequeñito, que llevaba como matrícula TEG (Territorio Español de Guinea). En el seno de un régimen autoritario, el maestro aplicaba el dicho de que la letra con sangre entra, como recurso más idóneo para que los chiquillos aprendieran de memoria la tabla de multiplicar. Don Esteban sería sustituido por don Celso, quien acudía al colegio en bicicleta desde San Mateo y continuaría descubriendo a sus alumnos los inescrutables caminos de la sabiduría.

El absentismo escolar era entonces alto. Los alumnos acudían a clase cuando podían, pues la escuela dependía de los ciclos agrícolas. El trabajo infantil era habitual en las recogidas de papas, en las descamisadas de piñas o en los alpendres con los animales. Muchos niños se trasladaban con su familia al Sur para trabajar en las fincas de tomateros del Conde y abandonaban su pueblo durante una larga temporada. Aunque también se debía a la falta de celo de algunos padres, inconscientes de la trascendencia que tenía la enseñanza en la formación de sus hijos. Una maestra de aquella década, pero de la vecina escuela de niñas de La Yedra, sería Dora Arencibia Rodríguez, a quien se debe la creación de una pequeña y ordenada biblioteca con variados cuentos infantiles. En los primeros años la señorita Dora vivió en la misma casa-escuela, pero al poco tiempo, aprovechando que el maestro de la escuela de niños, don José Redondo, tenía coche subía con él desde Las Palmas, previa autorización paterna. Ella, que hoy reside con una hermana, también maestra, en un piso de la capital, recuerda que las niñas solían faltar los lunes, porque ese día de la semana sus madres lavaban en los lavaderos del barranco ya que las pequeñas debían cuidar de la casa, de sus hermanos pequeños y realizar alguna que otra diligencia doméstica.

Dos nuevas escuelas unitarias

Dos nuevas unitarias se crearon en el pago de La Yedra a mediados del siglo XX. De una de ellas fue alumno Emilio González Déniz, hoy maestro y reconocido escritor grancanario. En aquella escuela providencial que surgía para atender la gran demanda poblacional y atendía don Aurelio Martín Ramírez, aprendió a leer y a escribir, enriqueciendo además la memoria de un pueblo y de una época irrecuperable. "Siempre recuerdo aquellas fechas con frío, porque íbamos desabrigados, con tejidos ligeros y pantalones cortos. Muchos iban descalzos, aunque fuese el mes de enero, que en Utiaca es fuerte, pues amanecían los charcos del camino congelados en la superficie , y la escarcha era como cristal, y más de uno se cortaba al caminar, aunque tenían las plantas endurecidas con callos tremendos. Por suerte, yo siempre tuve alpargatas, que se mojaban en la tela, pero la suela de goma permitía caminar", recuerda González Déniz.

Con motivo del centenario, el colegio ha organizado una serie de actividades con el alumnado y sus familias. A través de estas actividades se han recuperado fotos antiguas sobre la enseñanza en el barrio, se realizan entrevistas a abuelos y familiares sobre cómo era la escuela de sus días, se investigan las efemérides y el contexto educativo y social del año de creación del colegio y se elaboran murales conmemorativos.

Además, el 28 de abril, se celebró un evento de carácter formativo y lúdico en la escuela. Unos actos que en medio de las fiestas del barrio en honor a Santa Mónica pretenden ser un homenaje a todos los niños y niñas que pasaron por la escuela y la hicieron tal y cómo es, sencilla y cercana, aunque con un frío invernal que encoge el corazón y ciega los cristales, pero que alienta a leer siempre que la lluvia no inunde la nostalgia.