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De BIC en BIC Salinas de Arinaga, Agüimes (17)

Galerna de sal en Arinaga

Las espectaculares salinas de la costa de Agüimes son Bien de Interés Cultural desde el año 2008

Roque Tomás Viera Estupiñán lleva 62 años de vida sobre los 300 tajos de las Salinas de Arinaga, cristalizando el agua del océano con las leyes de la gravedad y de la física, en una alquimia de milenios.

Antes de la Conquista los primeros canarios que habitaron se surtían de la sal como se venía haciendo desde el neolítico, raspando y rebanando los fondos de los charcos secos, y es que al fin y al cabo se trata de la única roca comestible para el ser humano.

Hace un viento fuerza 7 en las salinas. Los tajos y balachos, así como la Casa del Obispo, la llamada Casa de Cuatro Picos y el almacén de única crujía y cubierta de tejas están protegidos del calentón del Atlántico por un grueso muro de callaos por el se cuela la bronca de las olas.

Cuando la ventolera sobrevuela el sitio se funde el bramar de la galerna con la esencia del yodo y el marisco, como si la salina estuviera metiendo proa en el agua. Roque Tomás coge pinta de capitán de cabotaje, con su andar de pasos largos entre las cubiertas del tinglado.

Viera Estupiñán es hijo y nieto de salineros, y quién sabe si biznieto o tataranieto. Entre él y sus tres hermanos, todos ya traspuestos, han fabricado sal en todos los ingenios de la costa del sur y suroeste de Gran Canaria, en un trabajo que se dice de él tan duro, y de tanta pendencia, que apenas existen personas nuevas con suficiente resistencia al óxido de los huesos.

Salvo excepciones, como la de su nuera Nuria Rodríguez, de 38 años, que se ha propuesto recoger el testigo de un complejo saber que en el caso de Salinas de Arriba, como también se conocían de antiguo, data del siglo XVI.

Nuria está con el robadillo, una suerte de sacho de madera tanteando el pulso sobre el agua quieta, ya espesa de salmuera, moviendo la herramienta con cuidado de no hurgar en el piso y provocar revolturas con la tierra sobre la que se asienta el invento. Luego picará la masa blanca que ha ido entongando un poco y luego la arrolla y extiende con mucho cuidado de nuevo para que se asiente. Cuando haga un puño importante y la sal esté a punto toca embalachar, que es cuando también con el robadillo va sacando y amontonando la sustancia en los cruces de unos paseos que reciben el nombre de balaches.

A simple vista parece fácil, no más que darle unas vueltas a las piñas del potaje, pero basta un intento del novato para desastrar el mecanismo. "Paciencia y pulso", recomienda Viera Estupiñán.

Hace ahora 213 años y casi un mes, tal que el viernes 27 de abril de 1804, el obispo Verdugo como señor en jefe del antiguo Señorío de Agüimes que reinaba sobre las tierras y costas de la villa, le otorga a otro Verdugo, el abogado Santiago Verdugo Da-Pelo, "300 pasos de cuadro para fábrica de salinas", una dotación que buscaba incrementar la entrada de diezmos al clero con el despacho de la sustancia a la creciente flota pesquera de los caladeros africanos, amén de surtir a la propia población isleña.

El veraneo del obispo

El mismísimo obispo acechaba desde un otero privilegiado la evolución y el trabajo de los peones del ilustrado Verdugo da Pelo, a la sazón letrado de los Reales Consejos porque en esa misma casa en la que hoy Viera Estupiñán está instalado, su dignidad eclesiástica acomodaba la residencia de verano, tomándose al pie de la letra la razón etimológica del vocablo obispo, del latín episcopus: el que vigila, el inspector, supervisor o superintendente.

Ese edificio de dos plantas con su balcón de madera, su patio recogido y asocado en una ele, y con vistas desde el piso superior al damero de la salina y de allí al infinito azul es una golosina en sí misma, en realidad el puente de mando de un buque encallado.

Una nave que desde su botadura ha estado funcionando en fondeo traspasándose su propiedad durante estos dos siglos a diferentes sagas de salineros de la propia Agüimes.

Así aparece la raza de los Viera, cuando el padre de Roque, Manuel Viera Umpiérrez, compra la explotación a María Melián en la primera mitad del siglo pasado, títulos que pierden en los 70 tras ser expropiados por el Cabildo que, no obstante, tuvo el tino de permitir al último salinero mantener viva la frágil factoría, única forma de conservarla tal y como está.

La construcción del Puerto de Arinaga que tiene justo a estribor se llevó por delante otra segunda salina, y de los 429 tajos que llegó a tener la que hoy sigue en marcha hoy quedarán unos 300, según el conteo a ojo del amable salinero.

Y es que tras el gran rendimiento económico que tuvieron como productor del mejor y único conservante de carnes y pescados antes de la invención del hielo industrial o la irrupción de la nevera, tajos y balachos cayeron en una irremediable melancolía que, menos mal, parece que está remitiendo un tanto, según explica Roque en el almacén donde entonga 200 toneladas de materia.

El cuarto es por dentro una enorme duna blanca encapsulada que trepa hasta la cubierta del cañizo del bajotecho, con una gama cromática que va desde el blanco absoluto a los tonos rosas que pinta Dunaliella salinamicro, alga halófila que también dibuja de colores cada uno de los tajos, otorgando al conjunto una plasticidad que varía a ojos vista con el paso de las horas y los días.

Acaba de salir un camión de la salina. Roque aclara que el chófer vino a traer un queso. Cuando no es un queso es otro que trae una botella de aceite. O un cereto de algo. Son personas antiguas, o hijos de otras personas aún más antiguas, que mantienen las reminiscencias del trueque, su moneda principal durante siglos. "Ellos me traen unas ciruelas y se llevan un puño de sal", en un comercio a ojo. "No estamos mirando si tantos kilos me traes, tantos kilos te llevas".

Pero el grueso del trajín son hoy los grandes hoteles que utilizan la salmuera para sus piscinas, para las lavanderías, para los "friegaplatos", o para los baños de sal.

Otro viaje importante se utiliza para las alfombras del Corpus "y los buenos restaurantes, los que hacen pescado a la sal, o el cochino a la sal". Muy cerca, en prácticamente todos los restaurantes de Arinaga, se encuentran sus mejores clientes.

"Salvo uno o dos, todos los establecimientos se surten de esta salina". Cuando llega mayo y los calores crecientes comienza la época de mayor zafra. Con cada luna llena y las mareas altas entran más millones de litros de agua de Atlántico al cocedero, por simple energía gravitatoria, en un mecanismo tan simple como ingenioso que va llevando el caudal, cerrando aquí y abriendo allí, con precisión matemática por donde haya dibujado el rumbo el salinero.

Arrecia de nuevo el vendaval. Roque asoca a la visita en una suerte de tienda, despacho y museo, con sus sacos aseadosl, con botes donde la ofrece en escamas, o la marina más gruesa, o la flor de sal.

En las paredes, fotos muy antiguas de cuando chico con su padre y sus hermanos. También aparecen los barqueros de aquellas singladuras de cabojate, como el de Los Artiles, que recalaban en Arinaga para aprovisionarse de la sustancia. Hasta que truena otra ola y la salina se echa a navegar.

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