Nunca supuse- a pesar de mi espíritu viajero- que el destino me llevaría hasta la ciudad de Viena en aquellos carnavales de 1998, que una abundante nevada me obligara a refugiarme en el Museo de la Ciudad de Viena y que en él, me tropezara con un cuadro en cuya cartela decía Puerto de las Nieves, 1942, lo que hizo que se me revolviera todo el mondongo, escribiera su nombre en una servilleta de papel que es lo que tenía a mano en aquel momento y me preguntara durante el tiempo que duró el viaje: quién era aquel pintor, qué se le había perdido en el Agaete de la Posguerra Civil y cuánto Agaete más habría perdido por esos mundos del arte.

Como dice la canción: "el tiempo vuela pero el recuerdo siempre queda"?, como así sucedió. En el verano de 2007 volví nuevamente a Austria, primero a Salzburgo para asistir a su Festival y de allí nuevamente a Viena tras la pista del pintor y de aquel paisaje de Agaete colgado en las paredes del museo. Para mi sorpresa, poco tiempo después recibí un correo electrónico en el que además de comentar que el cuadro en cuestión estaba en proceso de restauración, adjuntaba un archivo del mismo digitalizado y lo más interesante pero a la vez desconcertante, la dirección del pintor, de nombre Arnulf Neuwirth, quien a sus 95 años de edad aún vivía y se encontraba en plenas facultades mentales a pesar de que la generación octogenaria agaetense le había dado por muerto en la Segunda Guerra Mundial- de ahí mi desconcierto- según un artículo relacionado con la Virgen de Las Nieves, publicado en el DIARIO DE LAS PALMAS en 1996.

En esta ocasión no dejé pasar el tiempo y con la ayuda de Ernst Bauer, un gran amigo austríaco residente en Maspalomas y vinculado al turismo, que hizo de traductor, envié por correo ordinario la primera carta al señor Neuwirth, obteniendo al mes siguiente su respuesta de puño y letra, donde declaraba ser un señor de otro siglo que sólo se comunicaba a través del correo ordinario y del teléfono fijo, como así sucedió.

En la primera carta que recibí del pintor, me invitaba a visitarle en la ciudad de Eggenburg donde residía durante una época del año y me contaba que había estudiado pintura en la Academia de Artes de Viena, donde había recibido por sus brillantes notas, el Premio París en 1937, lo que le permitió vivir durante dos años en la capital de Francia, ampliar conocimientos artísticos y conocer, a través de un viaje por Argelia y Marruecos, la cultura árabe, el paisaje y la luz mediterránea.

De regreso a París, la noticia de que la invasión de Polonia por parte de las tropas alemanas era inminente, hizo que el primero de septiembre de 1939 huyera a España, para evitar que le reclutaran como soldado alemán siendo austriaco, a pesar de la consabida escasez de alimentos y hambrunas que se padecían como consecuencia de la Guerra Civil recién acabada, motivo por el que sus amigos españoles le aconsejaron que se fuera a Canarias y esperara el final de la guerra, que al menos allí? "siempre hay plátanos baratos; por medio dólar te dan tres kilos y por dos dólares se podía alquilar una casita junto al mar", como así deja constancia el pintor en unas declaraciones del año 1960.

En aquel mismo septiembre embarcó por el puerto de Sevilla hacia Gran Canaria y, desde Las Palmas de Gran Canaria puso rumbo a Agaete.

Unos días antes de la visita a Arnulf Neuwirt, y siguiendo su consejo, me pasé primero por el Museo Regional en Sankt Pölten, capital de la Baja Austria (Niederosterreich), para ver una exposición sobre su obra con algunos cuadros referidos a su estancia en Agaete. Allí pude vibrar nuevamente contemplando una panorámica de mi pueblo visto desde el interior de lo que conocemos como el 'alpendre de los camellos', en la curva del cruce entre las carreteras hacia La Aldea y al Puerto de Las Nieves o la pintura que recreaba el Puerto de Las Nieves de entonces, con la casa donde el pintor vivió junto al mar y los pescadores faenando en un primer plano, con la ermita, las palmeras antiguas y el Roque Antigafo de fondo, cosas todas que Arnulf Neuwirt me describió posteriormente en varias ocasiones, con un derroche de afecto propio de su agradecimiento por la acogida.

El día de la visita cogí un tren bastante temprano en dirección a Eggenburg, el lugar de residencia del pintor y, aunque iba muy pendiente de la ruta por lo desconocida que era para mí, no dejaba de pensar en lo que me depararía el destino, máxime cuando observo que era el único viajero que se apeaba en aquella estación desde donde se divisaba la iglesia de San Esteban, que era el punto de referencia para llegar a su casa. Y sin pensarlo más, eché a caminar cuesta abajo hasta que por fin, llegué.

Localizada su vivienda, toqué el timbre y al momento se abrió la puerta, apareciendo la figura enjuta de un señor mucho más alto que yo y la de una señora de estatura mediana, que pronunció con cara de asombro una frase en alemán que el señor Neuwirt, con una tímida sonrisa se apresuró a traducir, pidiendo disculpas porque su mujer había dicho de manera espontánea que se les acababa de aparecer El Greco, lo que provocó en mí una sonora carcajada de aceptación que les contagiaría y con la que estableceríamos los lazos de complicidad y confianza para hablar del Agaete que él vivió y que yo quería conocer -como así fue- y que hoy quiero compartir a través de este pregón.

En Las Nieves conoció y entabló amistad, con don Luis Delgado el guardamuelles, quien a su vez le presentó a don José Bermúdez el maestro, a don Daniel Torrent el boticario y a don Manuel Alonso Luján, el cura párroco, todas personas de conocimiento que decía el señor Neuwirth, "a quienes no tuvimos que explicarles nuestra delicada situación porque estaban al día de los acontecimientos que asolaban la Europa de donde habíamos huido".

Mientras conversábamos, Arnulf Neuwirth buscaba en su biblioteca documentación sobre las Islas Canarias, recordando que fue don José Bermúdez quien le acompañó y guió en cuantas visitas arqueológicas realizó, empezando por las dos necrópolis aborígenes que había en Agaete: la de Las Nieves- actualmente desaparecida- de la que deja constancia en uno de sus cuadros y la del Maipez, felizmente recuperada, hasta el Museo Canario y Gando, pasando previamente por La Guancha y la Cueva Pintada de Gáldar, de la que hizo una interpretación libre que me mostró en un catálogo y que según comentaba, estaba en algún museo en Boston.

Evidentemente no me presenté en casa de los Neuwirth con las manos vacías. A falta de una ñamera calá, unos gajos de crotos, o un paquete de café del Valle, le llevé unos libros de Gran Canaria con imágenes de Ángel Luis Alday. A mí anfitrión, al verlas, le recordaron su visita al Cenobio de Valerón descrito de esta manera: "La casa en donde viví en Gran Canaria no estaba lejos de una gran cueva. En esa cueva había un par de docenas de cuevas más pequeñas. Allí los canarios prehispánicos encerraban a las vírgenes antes de la boda y las cebaban hasta que pareciesen figuras "Magna-Mater con el aspecto de la venus de Willendorf."

Interesado por la evolución del Agaete que conoció y puesto que estábamos hablando de su relación con don José Bermúdez el maestro, le comenté que en el año 1946 se había construido en la villa un nuevo Grupo Escolar y que al no haber coeducación, mi generación sólo había conocido a la única maestra que tuvimos en párvulos, Carmencita Guedes, que junto con tres grandes maestros como fueron don Santiago Sosa, denostaban Suárez y don Juan Ramírez, habían sido los responsables de instruirnos para dar el salto- en algunos casos- de la Escuela Primaria al Bachiller Elemental, apoyándose en aquel libro gordo, compendio de todo el saber para los niños de mi generación como fue la Enciclopedia Álvarez: Intuitiva, Sintética y Práctica, ajustada al cuestionario oficial, que así rezaba nada más abrirla.

Estimulado por mis nuevos amigos, me remonté a mi infancia en Agaete y recordé cuando en aquel sistema de Escuelas Graduadas al llegar al cuarto y último grado, nos juntábamos los chiquillos que llegábamos por conocimientos y edad con quienes siendo bastante mayores que nosotros- leñúos, les llamaban-, continuaban en la escuela en expectativa de que sus familias les buscaran el primer empleo; mientras tanto, ellos hacían las gamberradas y nosotros, ignorantes e ingenuos, pagábamos las consecuencias.

Independientemente del grado, la Enciclopedia comenzaba con las lecciones de Religión e Historia Sagrada, en las que casi no le había dado tiempo a Dios de crear el mundo cuando ya había expulsado del paraíso terrenal a Adán y Eva por pecadores y desobedientes, la envidia de Caín hacia su hermano Abel había sido la causa del primer crimen mundial, del Diluvio Universal sólo se había salvado Noé, su familia y un casar de cada especie de animales vivientes, en un arca que había tardado cien años en construir, siguiendo con la construcción de la Torre de Babel que, como consecuencia de la soberbia humana, fue la causante de que la humanidad no se entienda, ni usando el Esperanto, hasta el día de hoy.

Si había algo importante en lo que insistieran nuestros maestros era en la Gramática y en la Ortografía, que era lo primero que hacíamos después de haber formado filas, leer la consigna de turno, cantar los himnos patrios: Cara al sol por la mañana y Prietas las filas por la tarde y rezar, según entrábamos en el aula.

Sabíamos que algo importante iba a suceder cuando tocaban a rebato para llevar al siguiente día el uniforme blanco de manera impecable, las uñas limpias, repeinados como pollos y tu madre revisándote los oídos por la mañana con la consabida frase "ven aquí que anoche te me escapaste", motivo que le valió a don Santiago Sosa, por dos cursos consecutivos, según oíamos, un voto de gracia por parte de la inspectora doña María Paz, aquella mujer "emperendengada" desde los tacones hasta el moño en visita normal y hasta con pamela, cuando hacía su entrada triunfal en la Plaza de la Constitución, en aquellos desayunos con motivo de las primeras comuniones.

Para la ocasión, el entusiasta don Esteban había organizado y dirigido una orquesta de flautas de caña que sonaban al vibrar el papelillo de fumar con el tururú del aire al soplar- personales e intransferibles las flautas, por las boqueras que se decía- y que superadas las sospechas de los padres, por lo de los papelillos de fumar, hacía honor a la fama de pueblo cantarín y bailador sin desafinar ni perder el rit mo y el compás, siendo el Corre corre caballito de Marisol, la partitura mejor interpretada, en franca porfía con Campanera en la versión de Joselito.

Mi generación no conoció la palabra matemáticas hasta que llegamos al instituto, porque en la escuela y en la Enciclopedia, lo que se estudiaba y aprendía era Geometría y Aritmética; la mayor parte de ellas cantando, sobre todo las tablas de multiplicar que sólo bastaba que no se pusieran de acuerdo los maestros en el horario, para que se cruzaran el canto de las tablas, con el del catecismo sin que hubiera manera de acompasar aquel " cinco por una cinco, cinco por dos diez...", con el "sí señor soy cristiano por la gracia de nuestro señor Jesucristo", que se escuchaba en todo el vecindario.

A pesar de la edad, en números y cuentas éramos bastante espabilados, tanto como para que don Juan Ramírez observara las caras de asombro que poníamos ante los enunciados- sin desperdicio alguno-, de aquellos problemas de obreros que ganando 790 pesetas al mes y gastando 550 nos pedían el ahorro por día, pretendiendo que con aquel sueldo y ahorro, se plateara un obrero comprar una máquina de escribir para su hijo, que según el enunciado del primer problema de la serie, costaba por ser seminueva 2.280 pesetas, lo que le dejaba claro al alumnado en expectativa de trabajo que nunca estudiarían mecanografía, dado los precios de las máquinas de escribir y los sueldos de los padres.

A la par con el de la mecanografía, estaba el que con 100 pesetas compró un libro que le costó 34 pesetas y con el resto compró tres pelotas que evidentemente le costaron 22 pesetas cada una, lo que evidenciaba con nitidez que leer siempre fue mucho más caro que jugar al fútbol.

De las provisiones llegadas de Argentina primero y del Plan Marshall estadounidense después, para matar el hambre, lo único que llegó a las escuelas rurales como la de Agaete, fueron los sacos de leche en polvo, de la que nos daban un vaso a diario después de turnarnos en revolver en la caldera con la paleta, aquella mezcla de agua con el polvo blanco concentrado y, de vez en cuando, un trozo de queso amarillo enlatado, conocido como queso del reparto, de cuyos envases, posteriormente reciclados, surgieron unas jarras doradas que lucirían los tronos en Semana Santa con los ramos de papeleras, que así le llamábamos entonces a las buganvillas cogidas en el Huerto de las Flores.

El gusto de mi generación por la Geografía e Historia se lo debemos a don Juan Ramírez. Nunca olvidaremos aquellos cuadernos manuscritos por la promoción anterior con la geografía e historia de Agaete, que venían a suplir la carencia de contenido local. Unos cuadernos que de tanto uso acababan manoseados pero que gracias a ellos supimos desde muy temprana edad que Agaete tiene 45,5 kilómetros cuadrados de superficie, que una parte del Pinar de Tamadaba, concretamente de donde procedían aquellas manzanas de la finca de Sansón y la zona de acampada pertenecían a Agaete, además de todos los caseríos y pagos y la división de Gran Canaria en partidos judiciales. Un mes antes de acabar el curso, todos los que tenían buena letra, debíamos copiar los nuevos cuadernos con los que estudiaría la promoción siguiente. Las fotocopiadoras aún no se habían inventado.

No me pregunten como llegaba y acababa el ciclo de los juegos infantiles, lo cierto es que de pronto nos veíamos jugando tanto al trompo, como a los cartones, o al 'tocaté', con el consiguiente recorrido final con la cabeza hacia el cielo y sin mirar, mientras el resto cantaba aquello de: piso, hora y descanso, cuidando calibrar la zancada para no pisar la raya que era suficiente motivo de discusión. Lo curioso del juego de las estampas era el valor numérico añadido según el tamaño, siempre múltiplo de cuatro hasta llegar a 64 para las estampas de mayor tamaña, que o bien eran estampas de las películas Sissi Emperatriz, El Destino de Sissi o Las Minas del Rey Salomón, guardando cada cual la más cochambrosa para el final, que doblada en dos, no era cuestión de golpe sino de jeito el saber levantarla, secreto que guardaba el dueño con mucho sigilo y razón por la que siempre ganaba y, al que perdía, se le daba la de vela, que era como el fondo de reserva, para que continuara jugando.

Cuando nos daba por las motos, estábamos todo el día al acecho para encontrar un cacharro- lata que se diría hoy- lo suficientemente grande como para ponerle un cabo de vela encendido en su interior y clavarle un palo atravesado que a modo de manillar era por donde la sujetábamos. La marca dependía del ruido que hicieras con la boca, casi siempre de Vespa, como la del fotógrafo que venía a la escuela para hacernos la clásica fotografía sentados en la mesa del maestro, con el globo terráqueo en una esquina y el mapa de España de fondo.

Lo más temible de aquella época eran las redes sociales de entonces, las que le ponían en el pico a tu madre las andanzas callejeras que no queríamos que supieran; las que en tocando en la puerta de tu casa, como la que cliquea en la pantalla del ordenador, habían descartado el "me gusta", "me encanta", o "me divierte", al estilo Facebook y para las que todo era "me asombra", "me entristece" o "me enfada": ¡las vecinas! y encima había que agradecerles los chancletazos y los arrestos ante la consabida frase a las madres "te lo digo porque lo quiero como a un hijo", y uno pensando ¡qué poco quiere al hijo! Hay quien se queja de que los mensajes de Twitter sólo tengan 150 caracteres; en mi infancia con la mirada de tu padre o un "jum", bastaba.

Con la perspectiva que sólo el tiempo da, al releer mi Enciclopedia y rememorar el sistema de enseñanza de hace más de sesenta años, no tengo nada más que palabras de agradecimiento para nuestros padres que nos pusieron en manos de aquellos maestros y a éstos, porque a falta del latín, una lengua moderna y el álgebra, el resto de los contenidos que se impartían en el Bachiller elemental, los llevábamos aprendidos desde la Escuela Pública de Agaete.

Observando el regocijo con el que Arnulf Neuwirt conversaba, recordando su estancia en Agaete, tuve el atrevimiento de preguntarle las razones por las que se había marchado en plena contienda mundial, a lo que me respondió, que un día del año 1942, los tentáculos de la Gestapo hitleriana llegaron hasta Agaete donde lo detuvieron y repatriaron a Viena y cuando creía que había llegado el final de sus días, el dominio de la lengua española hizo que lo reclutaran para hacer de traductor e intérprete, viviendo así en la ciudad de Dresde el bombardeo infernal y con él, el final de la Segunda Guerra Mundial.