La desolación encierra a veces la mayor de las bellezas. Todo en La Graciosa parece fruto de un pasado eterno que se tropieza de bruces con el presente vulgar. Este pardo manto atlántico es el octavo sueño. Si alguien cerrara los ojos e imaginara para sí la isla perfecta quizás se asemejara bastante a ella y a sus rasgos de salitre, viento y arena. Quizás la pesadilla fuera que La Graciosa no existiera, que más allá del Risco de Famara tan sólo se extendiera el océano retador, diciéndonos en cada ola que en efecto sólo la habíamos soñado y que con eso debíamos conformarnos.

La Graciosa forma parte de esa clase de sitios mágicos capaces de existir al mismo tiempo en la realidad y en la imaginación. Es La Graciosa una duna en el tiempo, el recuerdo de aquella vez que un extranjero quiso montar una fábrica de salazones que resultó ruinosa. La memoria de aquellas pobres familias que cruzaron el Río desde Lanzarote para probar fortuna junto a aquel atribulado inversor. La certeza de que se quedaron porque, al fin y al cabo, nada mejor ni peor les esperaba de regreso a casa. Y hoy son los Páez, los Toledo, los Hernández, ese puñado de apellidos que ha dado vida a este pequeño mundo.

La huella del tiempo la han grabado los camellos que surcaron a nado el brazo de mar que la separa de Lanzarote, las mujeres increíbles que subían y bajaban el Risco a diario para vender el pescado en el mercado de Haría. El ayer desprende aquí el aroma de las fogatas que, al anochecer, encendían para que sus hombres supieran donde debían recogerlas para llevarlas de vuelta al octavo sueño de jable, sal y relente. Cosas del presente: hoy la isla suena demasiado a motores, a hormigoneras, a turistas presurosos demasiado despiertos para adivinar que han visitado un universo onírico. Pero ese es otro cuento, uno que nadie desearía haber contado.

La Graciosa está escrita con las letras de Ignacio Aldecoa, que describió como nadie la paleta de colores que las nubes y el sol dibujan sobre el gigantesco lienzo del Risco, frontera visual y durante mucho tiempo psicológica del lugar. Vagan por doquier las historias de piratas, de ánforas sumergidas repletas de trigo, vino y miel, de mujeres y niños desdichados arrojados por la borda cuya luz última aún alumbra miedos e historias de medianoche...

Uno duda en el cegador carrusel de sensaciones de La Graciosa, porque tanta espectacularidad sólo puede ser producto de la mayor de las realidades o de la más gigantesca mentira. Así es el único sitio donde puedes despertar y comprobar que los sueños se han cumplido. Y eso, ya lo saben ustedes, no sucede todos los días. ¿O sí...?