El drama resulta tan crudamente obvio que incluso fueron unas tijeras las que cortaron la vida de Gerardo Miguel Romero González (44 años), las que clavó en su cuerpo el presunto homicida en la madrugada del jueves en La Graciosa, mientras él trataba inútilmente de librarse de las fatales embestidas de plata, de aquellos brillos mortales, con un palo endeble. "Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo", clamó ayer el cura de San Bartolomé, lugar de residencia del fallecido, mientras alzaba una oblea en el funeral, ante el féretro del que, como dejó dicho Saramago, estaba y ya no está. El pecado, esa masa informe y viscosa que no conoce límites, ya puede presumir con su risa cruel de que ha logrado manchar de sangre las arenas doradas del edén graciosero.

Empapada en negrura por segunda vez, tras el fallecimiento de su marido hace tres décadas, con un luto siempre más oscuro por dentro de lo que las gentes puedan ver, llegó al templo la madre del fallecido, Irene González. Los dos días anteriores los pasó casi mano con mano junto a su amiga de la infancia, Rafaela Hernández, que trajo al mundo al supuesto asesino de su hijo. Dos mujeres breves que no han dejado que la tragedia rompa su amistad. Viudas demasiado jóvenes las dos, han pasado tantas penurias en aquel islote donde la vida era dura, aunque hoy se haya tornado en un anhelado paraíso donde escapar incluso de uno mismo, que no podían permitirlo.

Antaño era posible que de estos acontecimientos surgieran romances populares. En Lanzarote hay decenas de ellos sobre crímenes y otras tragedias, incluido uno muy conocido sobre la muerte de tres marineros en el Archipiélago Chinijo. Por el momento, y en este caso concreto, tan sólo toma forma una investigación bajo secreto sumarial.