El idioma no es una barrera para los chinos, es una gran muralla tras la que se esconden de una sociedad en la que, la mayoría, no busca integrarse. Hacen su vida, sus negocios y cuando ven cerca la muerte, vuelven a China para ser enterrados allí. Son casi un misterio para el resto de la ciudad.

No es de piedra pero es igual de infranqueable. Los ladrillos de la Gran Muralla detrás de la que se esconde la mayor parte de la población china que vive en esta capital son su incapacidad con el idioma y su excesiva discreción.

Esa muralla de silencio de la que se rodean los comerciantes chinos y sus familias supone un gran problema para, por ejemplo, escribir un reportaje sobre cómo es su vida o su trabajo.

No están agrupados, al menos públicamente, en ningún colectivo u organización con una cabeza visible a diferencia del resto de comunidades étnicas extranjeras que viven en esta ciudad. Además, cuando se les aborda y pregunta algo que no sea "¿cuánto vale?", se retraen y suelen cerrarse en banda con un recurrido "no entiendo".

"No se esconden de nada, lo que pasa es que es muy difícil entender el español, sólo saben cuatro palabras para vender y si les sacas de ahí se encogen de hombros", cuenta Li, la dueña de una cafetería que vende bocadillos de pata y sirve cortados. Li, a diferencia de sus compatriotas, representa la parte más moderna de China y reconoce que tiene varios amigos canarios. "Los que somos jóvenes sí salimos de vez en cuando por las noches pero los mayores y los casados no suelen salir de sus casas", añade Qiang.

"Nosotros no somos amigos de salir por las noches, preferimos quedarnos en casa y organizar cenas con amigos", cuenta Tao, que dejó su trabajo de cocinero para poner un quiosco, se casó y acaba de tener un hijo, "ya había muchos restaurantes y muchas tiendas de todo a 100 y había que ofrecer algo diferente, por eso monté el minimercado".

Todos los chinos entrevistados sí quieren desmentir los rumores, que han acabado por convertirse en leyenda urbana, que dicen que nunca comunican las muertes de sus compatriotas para así usurpar sus identidades. "Eso es falso, totalmente", asegura Li, "yo conozco a gente que tiene a familiares enterrados aquí", vuelve a intervenir Li. A pesar de sus palabras, el hecho incontestable es que, según datos aportados por Canaricem, la empresa que gestiona los cementerios de la capital, en ocho años sólo tienen registrados dos enterramientos de ciudadanos chinos.

Según varias funerarias consultadas por este periódico, la tradición del pueblo chino es enterrar y no incinerar a sus muertos, y reconocen que normalmente lo que hacen es repatriar los cuerpos hasta China para darles sepultura allí. "No mueren muchos chinos porque no es gente muy mayor, cuando envejecen o se sienten enfermos suelen volver a su país para morir allí". "Todos queremos morir allí cuando nos toque", concluye Li.