Sus rostros curtidos por el sol son el reflejo de una intensa, dura y casi legendaria vida. Ambos tienen 80 años, y aun hoy siguen a los pies de los grandes cruceros de turistas ejerciendo aquel viejo oficio de comerciantes, ligado a la idiosincrasia portuaria del último siglo y medio. José Rodríguez y Pedro Laso se han convertido en los últimos cambulloneros que se resisten, "mientras el cuerpo aguante", a abandonar el Puerto de La Luz.

Unos prismáticos, cajas de cigarros y de puros, gafas de sol, manteles, toallas con la imagen de Canarias y un cartel donde aún se puede leer duty free (libre de impuestos). Durante horas, José Rodríguez y Pedro Laso observan el paso de miles de turistas que desembarcan de los gigantes de la navegación de placer. Apenas unos pocos se paran y preguntan el precio. Con ese rústico inglés aprendido de años de faena a pie de muelle se defienden como peces en el agua. Pero las ventas son escasas. "Esto ya no es lo que era...", dicen con el lamento de quien apenas saca unos euros.

Pero no se desaniman. Llevan en la sangre la profesión del cambullonero, el giro canario del británico Come buy on, que era como se les llamaba desde los barcos para propiciar la compra y la venta de mercancías. Aun así, siguen madrugando para estar al pie de los cruceros, impertérritos, hasta que sueltan lastre a eso de la media tarde.

José Rodríguez lleva 65 años en el oficio. Se especializó desde joven en el negocio de la fruta, que traía del mercado y luego cambiaba por todo lo que se podía, sobre todo gafas. Era una época de enorme trasiego de emigrantes hacia América, y que para el cambullonero fue su forma de vida y de subsistencia. Por eso recuerda también que "la mantequilla mató mucha hambre aquellos años" y más tarde lo hizo el pescado.

José Rodríguez destaca que en su época había más de un centenar de cambulloneros, y que tenían un sindicato para poner orden. Eran años de hambruna y también de mucha pillería para sobrevivir. En su memoria sobresale la estampa de compañeros que se lanzaban al agua y les pedían a los viajeros que les tirasen peniques, que ellos buscaban buceando mientras la moneda inglesa se sumergía, convirtiendo esa iniciativa en el atractivo turístico de la época.

Su compañero Pedro Laso es duro de palabra. En su época traía mantelerías de Telde y Lanzarote para comerciar con los barcos. Pero también negoció con chatarra, en alusión a pulseras y relojes. "Pero ahora, ya no vale la pena ni venir". Eso supondría el fin de un viejo oficio que marcó la historia de La Luz.