A mediados de los 70, el colegio Heidelberg -una cooperativa de padres nacida en 1971- atravesaba serias dificultades para su continuidad. Miguel Solaesa Gonzalo, soriano de nacimiento (1937), asumió el reto de dirigir el centro. En 1977 dejó su puesto de profesor en Barcelona y se vino a Las Palmas de Gran Canaria con su familia. Durante 30 años (1977-2004) dirigió el centro, un referente de la educación en Canarias.

- ¿Cómo ha recibido la noticia del premio?

- Creo que es exagerado, y no es falsa modestia. Difícilmente uno por sí mismo hace méritos para este galardón. Fue una sorpresa, también satisfacción y agradecimiento. Luego tuve una sensación de desmerecimiento. ¡Se han pasado! Es agradable saber que hay gente que te aprecia porque los títulos de hijo adoptivo no se dan por manifestaciones multitudinarias en la calle. Es agradable saber que ha habido un grupo del Heidelberg que ha movido esto, que cree que te lo mereces. No ha sido tan inútil el trabajo. Después está la vanidad; esa que todos tenemos. A todos nos gusta que nos quieran.

- Alguna impronta dejaría tras 30 años en la dirección.

- En el colegio siempre ha habido una tremenda colaboración entre todos los sectores de la comunidad. Claro, algo he tenido que ver en ello. Había muy buen ambiente y se trabajaba mucho. Cogí un colegio en crisis y hoy es uno de los mejores de Canarias. En ese sentido, es una gran satisfacción, una victoria. Al ser un colegio nacido de los propios padres no había interés económico. No dependía tampoco de los fines de una institución. El objetivo del colegio siempre ha sido ser el mejor posible, porque si no qué sentido tenía. Con esa idea ha mejorado en instalaciones y resultados.

- ¿No fueron muy atrevidos aquellos padres?

- Sí. Tuvieron una gran idea, porque en los años 70 la situación de la enseñanza estaba muy por debajo de lo que hay actualmente. Buscaban un colegio de más calidad de lo que se proporcionaba entonces. Con esa idea nació, pero como la realidad es dura surgieron problemas. Pero había muy buena predisposición de padres y maestros para que saliera adelante.

- ¿Qué tiene el Heidelberg que no tengan otros centros?

- Un elemento característico ha sido su buen ambiente. Yo decía a los trabajadores que, aunque el centro era de los padres, el Heidelberg era nuestro. En el sentido de que si no funcionaba bien, los padres se marchaban. Nadie juega con sus hijos. Ese buen ambiente da lugar a que la gente se implique. Lo demás viene añadido. Una cosa buena que hicimos fue fomentar las actividades deportivas. Contábamos con una buena preparación académica además del plus del alemán. En todos los campos se puede mejorar, pero en la educación más. Ese afán hizo que fuéramos creciendo en calidad, en alumnos y en niveles.

- ¿Cómo fue como director?

- Creo que tolerante. La educación siempre es un equilibrio entre elementos contradictorios. Tiene que haber disciplina pero, si hay mucha, hay domesticación. Ha de haber libertad, pero si hay libertinaje, todo se fastidia. Exigir, pero sin agobiar. Vivimos en un mundo competitivo. Es bueno ser competitivo pero, si es a costa de todo, conviertes a las personas en animales. Hemos de ser competitivos con nosotros mismos. Una de las tareas de un director es moderar, porque trabajar con personas es muy complicado; no es una fábrica. Siempre me sentí respaldado.

- ¿Cómo fue la relación con la administración educativa?

- Muy bien. Nunca he creído en la confrontación entre la pública y la privada. Tengo experiencia en las dos. Somos distintas. Si hay que apoyar a alguien, personalmente digo que a la pública. Pero la privada y, según cuál, es complementaria. Siempre procuré una buena relación con todos y que se participara en actividades de la pública.