Ya se la ve poco por la playa, o más concretamente por La Puntilla, que era por donde solía estar. Me pregunto si se encontrará bien de salud, igual que siempre me pregunté quién sería aquella extraña dama, si tendría familia, dónde viviría, si sufriría algún tipo de enfermedad mental o, sencillamente, le gustaba llamar la atención algo más de la cuenta... Curiosamente nunca me pregunté su nombre, porque todos la llamábamos "la señora de las pelotas", o "la loca de las pelotas", como le decían los menos respetuosos, aunque recientemente, y a través de la página de Facebook que le han abierto sus miles de admiradores, y sí, asómbrense: Miles. Pues a través de esta página, decía, me enteré de que se llamaba, se llama, espero, Déborah.

Recuerdo a Déborah desde siempre y siempre de la misma manera: chutando un par de pelotas lo suficientemente cerca como para tenerlas controladas, mientras sostenía en precario equilibrio una botella de agua de plástico sobre la cabeza. Una de sus pelotas siempre era la misma: de color naranja, de esas de baloncesto, la otra la iba cambiando, aunque en los últimos tiempos se la veía con una amarilla canario. La botella de agua solía ser de las pequeñas, aunque hubo un tiempo en el que se atrevió con las de un litro y medio, pero la osadía le duró bien poco, se ve que pesaban demasiado y no había forma de que no se le cayeran. Pero lo que nunca variaba era su aspecto, o al menos eso era lo que a mí me parecía: su pelo rubio de bote, siempre recogido, sus apretadas y coloridas lycras, o sus bañadores igual de llamativos, con una riñonera para meter sus cosas, supongo, y unas cholas.

Recuerdo también con una sonrisa la cara de perplejidad de los que la veían por primera vez: la miraban atónitos, sin entender demasiado bien qué era lo que hacía aquella buena mujer. Hubo algunos que incluso intentaron intervenir en el juego, pero Déborah montaba en cólera y les reñía por apoderarse de sus preciadas posesiones. Ella no quería jugar con nadie, sólo quería que el mundo contemplara sus malabares y admirase lo que probablemente ella consideraba una habilidad excepcional.

No es ella el único personaje que ha deambulado por nuestra playa de Las Canteras. Ha habido muchos. Un amigo de la Península que solía visitarnos con frecuencia y, como tantos, se había enamorado de nuestra playa, incluso me comentó una vez que esta ciudad debía de tener el mayor número de frikis por metro cuadrado, pero yo no me ofendí, porque el tono en que lo dijo fue cariñoso, admirado, casi. "Bueno, los canarios somos especiales", respondí yo.