Aquel mediodía de febrero o marzo de 1968, cuando entré en la secretaría del alcalde, en la primera planta de las Casas Consistoriales, Calaya me dio un consejo, casi maternal.

-Angelito, más vale que dejes para mañana la cita. Don José tuvo no sé qué problema con una obra y llegó con una calentura de mil demonios.

Le hice caso, y me puse a rondar por las oficinas a ver si pescaba algo. Poco después Calaya me localizó. "Dice don José que pases". Y puso cara de circunstancias.

Don José Ramírez Bethencourt me quería explicar algo relacionado con su obra magna, la Avenida Marítima, aún sin terminar. No entró en detalles sobre el ´incidente´ que ya estaba en boca de todos los funcionarios y parte de la ciudad, regado por los testigos y los taxistas, los mejores pregoneros. Un día a la semana, siempre el mismo, el alcalde se levantaba con el canto de los gallos y recorría los mercados, empezando por el de Vegueta, muy cerca de su vivienda, frente a la ermita de san Antonio Abad, en pleno meollo del primitivo Real, lugar de oraciones y ejecuciones, y luego iba a las obras municipales desperdigadas por toda la capital. Fue en Mesa y López, donde se estaban pavimentando las aceras entre los solares, el lugar en que el alcalde agarró el cabreo tempranero. Había llovido esa noche, y a alguien se le olvidó tapar con un plástico como aconsejaba la prudencia una tonga de sacos de cemento. Unos cuantos se mojaron y quedaron inservibles. El alcalde mandó llamar al capataz, al arquitecto, al ingeniero€.

"No se puede tirar el dinero", gritaba. Airado, terminó la inspección y regresó al Ayuntamiento, subiendo los escalones de dos en dos. Tenía fama de austero y de mirar la peseta. En los mercados, en las obras, siempre preguntaba cuánto costaban las cosas. Por qué las papas habían subido un real o media peseta o por qué el saco de cemento costaba un duro más que la semana anterior. Los puesteros y los capataces sudaban en cuanto aparecía el coche negro.

El problema del magnetofón

Mi primera experiencia en un pleno, puede que en 1967, produjo una primera anécdota. Yo llevaba colgado un magnetofón, que puse sobre la mesa. Uno de los primeros portátiles, Aiwa, de cintas enrolladas a la vista, y dos o tres kilos de peso, el inmediato antecesor de los Philips compactos, que robaban muchas declaraciones porque la gente no se daba cuenta de que estaban grabando. Don José en cuanto fijó la vista en el "artefacto" le dijo algo al secretario. El funcionario le contestó que los plenos eran públicos, que los periodistas podían asistir... "Ya, ya, eso me lo sé, que soy abogado, lo que le pregunto es si pueden entrar esos aparatos". Como no estaba contemplado el detalle en los reglamentos don José aplicó su potestas: "de momento, el señor periodista tomará notas a mano". Más tarde comenzarían a utilizarse las grabadoras, que de vez en cuando eran mandadas a callar "por decoro de la institución".

A pesar de su natural severo y gruñón, don José tenía una peculiar ironía. Como la que desplegó un día cuando, con aire circunspecto, como el de quien iba a dar una noticia trascendente, pidió a los ediles, minutos antes de iniciar el Pleno, que, por favor, guardaran la debida compostura y seriedad cuando entrara el concejal fulanito de tal "y absténganse ustedes, por favor, de tomarle el pelo". Cuando minutos después entró el compañero, estalló la carcajada. Estaba estrenando una flamante peluca rubia que le tapaba la alopecia. Fue una jugarreta del alcalde, que terminó sonriendo de oreja a oreja, con cara de haber hecho una ruindad.

Solía trabajar con un flexo, tras su vetusta mesa de madera, donde se apilaban tongas de papeles y legajos cosidos de expedientes municipales. No firmaba sin leer. Y sin llamar a sus colaboradores en caso de duda. Un día Calaya (que tras ser secretaria de Ramírez Bethencourt, lo fue, siempre fiel, como el lema de los marines, de Pérez Alonso, Ortiz Wiott, Gabriel Mejías Pombo, Manuel Bermejo, Francisco Zumaquero y Juan Rodríguez Doreste, con quien se jubiló) no paraba de reír. "Fíjate qué hombre€ le dije que le iba a limpiar la mesa y que iba a guardar o a tirar los papeles, y él me dijo, ´ Calaya, haga lo que quiera, pero primero sáqueles una fotocopia´. Genio y figura€"

Unos meses después los rumores de cambio sacudieron la placidez de la vida oficial de la provincia, regida por el gobernador civil Alberto Fernández Galar, persona de modales afables, pelo blanco. Le llamaban Papá Bonanza, porque hacía estragos la serie de televisión protagonizada por Ben Cartwright (el actor Lorne Greene), "fuerte y suave patriarca" de La Ponderosa, con quien se le suponía algún parecido. Se anunciaban relevos en el Cabildo, donde estaba Federico Díaz Bertrana desde hacía un decenio, y en el Ayuntamiento, donde Ramírez Bethencourt llevaba diecisiete años. El tiempo en que Las Palmas de Gran Canaria sufrió la mayor transformación: la llegada del turismo de masas al Puerto, a pesar de la panza de burro, la expansión de los muelles, la vuelta de calcetín al urbanismo, abriendo la ciudad al mar con el relleno de Cidelmar - que cruza la arteria Rafael Cabrera- desde el barranco de Guiniguada al Parque de San Telmo, y la Avenida Marítima, desde ese lugar, enterrando el viejo muelle de Las Palmas, hasta Torre de Las Palmas. Y, en paralelo, la construcción de la primera planta desaladora de agua de mar propiamente dicha, de producción continua y masiva, porque ya, la necesidad obliga, se habían experimentado otras en distintos puntos de las islas orientales y en el Sahara Español. Los edificios singulares, las primeras torres, flanquearon la Avenida de Escaleritas y se ponían a punto de licencia en Mesa y López.

Entre el ahogo y la prudencia

Un ejemplo del trajín en que se vivía lo daba, por ejemplo, el pleno que celebró el Ayuntamiento, en las viejas Casas Consistoriales (el traslado provisional forzado por las termitas al Hotel Metropole, que iba para residencia de ancianos, lo decidió Ortiz Wiott y lo ejecutó Mejías Pombo). Era el 30 de marzo de 1970, a las siete de la tarde, pocos días antes de que se conociera el relevo del alcalde. Con solo dos votos en contra, los de los concejales Miranda Junco y Jaime Correa, se denegó el permiso para construir un mamotreto aparthotel en La Puntilla, ocupada por decadentes y malolientes fábricas de conservas de pescado. Don José no lo veía claro, ya había impuesto el retranqueo en el paseo de Las Canteras, para evitar al sombra en la arena, ni la mayoría de los concejales, a pesar del informe ni sí ni no de distintas organizaciones turísticas obnubiladas con los resplandores del hormigón, como ahora.

Mientras los tractores trabajaban en el lecho del Guiniguada, para la conexión con Tafira, el alcalde llevaba al pleno dos propuestas ecológicas: emplear las aguas depuradas para regar las laderas de El Lasso y conseguir una zona verde de 16 hectáreas. Aprobado por unanimidad. Y vetar la construcción de aparcamientos subterráneos debajo de los parques porque, según los informes técnicos encargados ex profeso, sería imposible la coexistencia del cemento y los laureles y palmeras. Se eligieron los árboles, y se aprobó la alternativa de comprar solares. En esas fechas, Ramírez Bethencourt tenía otros temas entre manos: defender en Madrid el Régimen Económico y Fiscal, que Hacienda quería apuntillar, y terminar la negociación con el Ministerio del Aire para conseguir el terreno que ocupaban, frente a la Casa del Marino, unos viejos almacenes de Aviación. Hay que destacar que fue la primera gestión que hizo Pérez Alonso, sin haber tomado posesión gubernativa del cargo: Calaya le entregó una carta, dirigida a Ramírez Bethencourt, que el cesante le trasladó "para no perder tiempo". En ella el ministro pedía como compensación que el Ministerio pudiera construir una hilera de edificios de alto standing entre la Base Naval y los varaderos del muelle Santa Catalina. La respuesta fue contundente: la ciudad ha luchado mucho para abrirse al mar, y no vamos a autorizar una barrera. Al final, la compensación fue un edificio€ pagado por el Ayuntamiento, en la base de Gando. Ese fue el primer intento fracasado de muralla a lo gran marina.

En el pleno de abril, el último jueves, y una vez que hubo terminado la sesión, el alcalde se confesó a puerta cerdada: "me voy, señores". Pérez Alonso, concejal delegado de Aguas dio la noticia: "Yo he sido el designado para sustituirle". Hasta que llegara la fecha del relevo oficial, don José apretó el acelerador. El 4 de mayo inauguró una de las dos calzadas de la Avenida Marítima, hasta Torre Las Palmas- Alcaravaneras. A continuación hubo una "bien servida" comida de celebración, tacos de queso del país, jamón serrano, gambas a la gabardina€ que en realidad fue de despedida. Asistieron los concejales y los periodistas que hacíamos la crónica municipal. Nada más sentarse, los concejales le dedicaron un sonoro aplauso al alcalde. Con una pizca de humor socarrón, éste les dijo en voz alta: "como he hecho siempre que cesan los concejales€ ahora que ceso yo, me pueden llamar de tú€ aunque (añadió con sorna) creo que les va a ser más difícil tutearme, que a mí con ustedes". "Como usted diga€ don José", comentó Jimmy Correa.

Me tocó a su lado en la mesa, asentado a su derecha, codo con codo, porque eran más los llamados que la longitud de los tableros. Le toqué el tema de Juan Negrín, vecino de la capital, presidente del Gobierno de la II República, a quien el Ayuntamiento había declarado ´hijo espurio´ poco después de terminar la Guerra Civil. Enarcó una ceja, las tenía bien pobladas, y contestó rápido: "Mire, yo sinceramente no creo que eso sea verdad, que eso conste así en ningún sitio€ Puede ser consecuencia de algún discurso o algo así". Dejamos el tema, que al comienzo de la Transición retomaría el alcalde Fernando Ortiz Wiott, sucesor de Pérez Alonso, quien levantaría ese acuerdo, que efectivamente se produjo. Ramírez Bethencourt había sido ya alcalde, transitorio, en la República. Estaba el hombre como quien se quita un peso de encima: "¿Sabe usted cuánto gano yo€.? Me bisbea casi al oído, como avergonzado. "Ni idea". "Pues solamente seis mil pesetas". El diálogo, recogido en Sansofé´ asombró en las redacciones: el salario de un periodista reportero era aproximadamente del doble. "¿Seguro que oíste bien?, me preguntó displicentemente Alfonso O´Shanahan. "Con estos sueldos solo los ricos pueden ser alcaldes", le dije.

Tacañería, no

Un año después, el 6 de mayo de 1971, le hice una entrevista de dos páginas en LA PROVINCIA. "Don José Ramírez, un año de exalcalde", era el título. Y cinco destacados: "Cesar no me ha creado resentimiento", "Ya he normalizado mi vida", "Yo no he sido tacaño, pero el Ayuntamiento no debe terminar con déficit", "Ganaba 6.000 pesetas mensuales" y "Un alcalde (en el franquismo) debe contar con tres confianzas: Gobierno, pueblo y corporación".

Mientras hablábamos, en el despacho de su casa, justo frente a la ermita de San Antonio, donde oró Colón, se oían los ruidos de las excavadoras y martillos neumáticos en el cercano barranco, que ya empezaba a estar soterrado. No volverían los niños a cazar ratas y lagartos. Los sonidos del ajetreo no le molestaban, al contrario. "La ciudad progresa", sentenció.

¿Tacaño yo?, me miró asombrado cuando le hablé de su fama; explicó los créditos solicitados, las obligaciones emitidas, las negociaciones con los ministerios para que ellos financiaran determinadas obras públicas€ "Ojo, lo que no podíamos hacer era terminar con déficit, porque una ciudad con déficit es una ciudad sometida a tutela€", defendía.

Sobre el urbanismo tenía opiniones claras. Había que meterle mano a las infraestructuras, a los accesos por los tres costados, el sur, el centro y el norte. Defendía los edificios singulares, "pero no su excesiva proliferación, sino los necesarios", para aumentar los frontis, permitir estacionamientos subterráneos y comercios€ o ensanchar las vías. El más polémico de todos fue, sin duda, la Torre de Las Palmas. Los críticos destacaban dos aspectos: su altura, que rompía la armonía de ese tramo, y que aquello era Ciudad Jardín. ¿Cumple la ordenanza? "Sí, porque aquello no es Ciudad Jardín. Ciudad Jardín termina en la calle de León y Castillo. Aquel sitio está dentro del Plan parcial de la Avenida Marítima". Muchos años después, en 1988, la polémica se reprodujo por un proyecto de solo seis plantas, casi gemelo a un edificio ya existente, el Ambar, muy cerca de la Clínica Santa Catalina, de las Oficinas Municipales€ Los jueces no utilizaron el método comparativo, y limitaron la altura a tres pisos.

"A La Isleta, ni tocarla", comentó en varias ocasiones. La ciudad se desparramaba impulsaba por el boom turístico que disparó la construcción en la década de los 60. Crujían las costuras. El dinero se canalizaba hacia la vivienda propia, mientras en el Puerto se multiplicaban las residencias y apartamentos. Los riscos eran tomados al asalto por la población marginada. Sonaban cantos de sirena sobre La Isleta, un oscuro objeto del deseo. "Esa es una fabulosa reserva para la ciudad. Creo que ha sido una ventaja que haya estado en manos del Ministerio del Ejército para evitar que la iniciativa privada trate de meterse allí. (€). Una parte, es indudable que debe ser para el Puerto; pero la trasera del Vigía, sería estupenda para zona verde, por ejemplo€".

La presión arterial llegaba con fuerza a Alcaravaneras. En Torre de Las Palmas (que aún o se llamaba así) terminaba un tramo de la Avenida y comenzaba otro, que habría de morder a la playa, y al Arsenal, hasta salir, derribando la fábrica del hielo, almacenes y varaderos, en el arranque del muelle Santa Catalina. Cundió el miedo a perder Alcaravaneras. El exalcalde rechazó de plano la posibilidad. "No, no, ni hablar". "En absoluto. Se pensó en un tercer carril, que no está dibujado (en el plan general) pero que se puede hacer sin peligro. La playa es ancha, se podría construir, incluso, sobre los comercios, cubriendo la terraza. Pero nada más".

Era época de especulación; quizás no del principio, porque las crónicas de la conquista ya incluyen procesos especulativos, como en el propio primer libro editado por un grancanario, Bernardino de Riberol, pero sí de la ´especulación industrial´. Se estaba construyendo la burbuja que relevaría a las clásicas burbujas de los monocultivos: el turismo y la construcción. ¿Ha dificultado la especulación el urbanismo municipal? Don José mira al joven reportero con una pizca de ironía por su ingenuidad. "El no tener suelo a la disposición de la Corporación constituye una enorme dificultad, porque no se puede proyectar con soltura y con libertad de movimientos. La Avenida Marítima se pudo hacer con esa amplitud y soltura porque los terrenos ganados al mar eran del Ayuntamiento. Y aunque el cinco por ciento del presupuesto se tiene que dedicar a la compra de suelo, eso es insuficiente€".

Tras su relevo en la Alcaldía, ejerció como abogado hasta que fue llamado por Juan Pulido Castro, presidente del Cabildo, para sacar adelante uno de los grandes proyectos estratégicos de la isla: Astican, los modernos astilleros apadrinados por el INI, cuya avanzada tecnología, del ingeniero Casiano Manrique, los situó en primera fila internacional. Hubo un momento en que el pleito insular intervino transversalmente, porque el Cabildo de Tenerife, azuzado por El Día y La Tarde, quería un trozo de la tarta. La reparación naval no tenía mercado suficiente para dos gigantes. Los comienzos fueron difíciles, y Ramírez Bethencourt, nacido en 1910, era un hombre de carácter, de un condenado carácter. Justo el perfil que se buscaba para romper el nudo gordiano. Acuñó la consigna: "ni dos refinerías ni dos astilleros".

A finales de marzo de 1978 los problemas no se habían despejado del todo. En un viaje a Madrid, con una entrevista muy dura y acalorada con los rectores del INI, José Ramírez Bethencourt llegó agotado al hotel. Era la noche del miércoles 26 de abril de 1978. Avisó en recepción para que le llamaran temprano, porque tenía unas "negociaciones bancarias" a primera hora. La información de Diario de Las Palmas narra cómo se llamó "insistentemente" a su puerta tras intentarlo por el teléfono interior, y que se le encontró tendido en la cama, muerto. "Hay absoluta unanimidad - se decía- en que fue un infarto de miocardio". Se explicaba que padecía "una ligera afección cardiaca y alteraciones de la tensión arterial (€) a lo que hay que añadir el entusiasmo que aplicaba a todas sus tareas". La nota incluía una indirecta que sentó a cuerno quemado en el mundillo político local de la Transición. "Era de una honradez a prueba de cargos (€) Administraba el erario público con mayor celo que el suyo. (€) Continuo luchador contra la corrupción, lo cual le granjeó el aprecio que se merecen los hombres honestos".

El viernes 28 por la noche, cumplidos los trámites funerarios para la repatriación del cadáver, llegan sus restos mortales a Gando en la bodega de carga del vuelo nocturno de Iberia. El sábado 29 de abril, mientras las primeras autoridades concelebraban el folklore de la tradicional ofrenda en Ansite, con motivo del fin de la conquista, tenía lugar el entierro solemne del regidor. Una multitud llenaba la pequeña plaza de la ermita de san Antonio Abad, frente a su domicilio. El alcalde Gabriel Mejías y la corporación, y concejales de las anteriores corporaciones, esperaban frente a la catedral, de cara a las Casas Consistoriales. Un numeroso séquito, con diez guardias en traje de semi-gala, con el salacot blanco en las manos, acompañó a pie al féretro por las calles de Vegueta, hasta la iglesia de san Agustín, primero, y al cementerio de Las Palmas, después, ese que tiene grabado en su frontispicio: "Templo de la verdad es el que miras, no desoigas la voz con que te advierte, que todo es ilusión menos la muerte". En el nicho 512, a ras del suelo, identificado con una sobria lápida de mármol blanco, descansan los huesos de un alcalde que entró con pleno derecho en la leyenda urbana. Y así fue como terminó su nombre en la Avenida Marítima...

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