De aquella construcción no queda ni una ruina. Pero para los merodeadores, aquel hito inconcluso que dominaba la entrada sur de Las Palmas, el esqueleto de la pagoda china del Tívoli, conserva intacta su presencia espectral. Hoy como monumento hecho de vacío.

Los paseantes cruzan desde la Avenida Marítima por un paso subterráneo que atraviesa la Autovía. Se adentran en una pista cubierta de huellas de tráfico rodado. En medio de la pista, como para reforestar la desolación, se yergue un árbol que realza la grandiosidad devastadora de los taludes.

La toponimia devela algo: En tiempos anteriores este paisaje tuvo también otra fisonomía. Estamos en una ladera del Lomo de El Sabinal.

Tampoco existen ya la estructura triangular con el rótulo del Tívoli ni ningún otro vestigio del parque de atracciones, comenzado a levantar en los setenta y, por problemas financieros, nunca culminado. El año pasado, el Ayuntamiento demolió los últimos restos en el marco del llamado Proyecto de Regeneración Paisajística y Ambiental del acceso sur a Las Palmas de Gran Canaria.

De la pista se ramifica un pequeño camino ascendente interrumpido por un dique de tierra y escombros. Los paseantes se adentran en él. El camino está asfaltado en un tramo, pero la lluvia ha provocado desprendimientos y a medida que se asciende el trayecto se hace más accidentado: grietas, socavones, asfalto mezclado con la tierra. Tras unos instantes de vacilación, los paseantes salen del camino, trepan por un desmonte y continúan su errabundeo por este espacio al margen de la vida nerviosa de la ciudad.

Expuestas a la intemperie, en esta parte de Lomo del Sabinal conviven aulagas, tabaibas, y tuneras. También hay excrementos de conejo. Y piedras con más edad que la vida. Mientras husmean por la zona, los paseantes divisan una pequeña caseta entre una gran antena y una valla que interrumpe el camino que abandonaron. Reemplazado actualmente por otro, el camino recorre la planta de machaqueo de áridos Hermanos Tito, que fabrica componentes del asfalto y el hormigón, elementos necesarios para la construcción de la ciudad que vemos.

Los sonidos de las bocinas y las sirenas, de las voces humanas y los motores se mezclan con el paisaje visual. Desde esta cota todo parece un panorama descifrable: un núcleo disperso de casas de El Salto del Negro, el cantil de La Laja, formado por materiales eruptivos del Mioceno, y protegido legalmente del impacto lumínico artificial para cuidar la nidificación de las pardelas. Los paseantes contemplan también el flujo de vehículos por la Autovía, la extensión del mar que a principios del siglo XX exaltaba al pintor impresionista Eliseo Meifrén, barcos y una plataforma petrolífera fondeados fuera del Puerto de La Luz, la playa de La Laja y las piscinas artificiales construidas recientemente en ella, el dique de protección de la corriente, la franja de césped de la Avenida Marítima, el monumento clasicista El Tritón del artista Manolo González, la Marfea, la Potabilizadora y la Central Eléctrica de Jinámar, pintadas de color celeste para mimetizarlas con el paisaje marino, la gran chimenea humeante de la Central, y, de nuevo, la Autovía, y la Circunvalación, con un trasiego incesante de vehículos. Por doquier se ven torres de alta tensión. En el cielo un avión deja una estela de humo.

Los paseantes deambulan por la ciudad que creían conocer y encuentran que, en el solar sobre el que se levantaba el esqueleto de la pagoda china y el resto de los vestigios del Tívoli, se ha construido un nuevo paisaje recreativo: una pista de karting improvisada con neumáticos que dibujan en el suelo un circuito para jugar a la conducción motorizada. El circuito replica el tráfico real de la Autovía y la Circunvalación.

De regreso hacia el camino, uno de los paseantes encuentra un cráneo de ave. Lo recoge y lo sostiene en la palma de la mano ante una gran antena roja y blanca que se yergue al otro lado de la Autovía. En intersección con el horizonte marino, alineada como una medida topográfica en el mismo punto de visión que el cráneo del ave, la antena se alza ante los ojos de los otros paseantes como una señal de la extensión. De su oscilar entre la densidad y el vacío.

El sol se pone al otro lado del Lomo de El Sabinal. El faro de La Isleta cruza su haz intermitente con las luces de los barcos y de la Central Eléctrica. Los paseantes abandonan este lugar apagado y vuelven a cruzar el paso subterráneo bajo la Autovía para continuar más allá. Más allá del monumento hecho de vacío.