Desde la cima de la Montaña del Vigía de La Isleta se vislumbra un panorama espectacular: la soledad y bravura del Atlántico; las distintas capas volcánicas que dejan al descubierto, claramente visibles, sucesivas erupciones; zonas de malpaís que han sobrevivido al tiempo; resecas salinas que sucumbieron a su paso; el lugar en que nuestros antepasados extraían, al filo del acantilado, piedras con las que fabricar sus molinos; y los restos de la vieja batería militar, con su clausurada entrada a un laberinto subterráneo de incomprensibles descripciones castrenses. Rincones que forman parte de la historia geológica, arqueológica y social de esta Isla. Al fondo, a lo lejos, el gran puerto luce en toda su extensión su poderío, mientras al otro lado del istmo se alcanza a ver la playa de Las Canteras de punta a punta, con su barra natural resguardando a la ciudad de las olas. Una vista única, preciosa, que pocos ciudadanos de Las Palmas de Gran Canaria han podido contemplar. Y los que sí la han visto, lo han hecho a cuenta gotas, con autorización previa, en grupos reducidos y visitas controladas por amables soldados.

Cuando el Ejército la ocupó, hace más de un siglo, La Isleta se hallaba a cinco kilómetros de distancia de la ciudad. El Puerto de La Luz aún no existía, aunque su bahía acaba de ser declarada puerto-refugio, ganando espacio al mar con rudimentarios medios y gran esfuerzo humano. En aquel islote aislado se habían comenzado a levantar las primeras construcciones residenciales: arriba Las Coloradas y, abajo, las chabolas de El Confital. Fueron las únicas zonas que, por su uso civil, escaparon a la expropiación.

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