Hace medio siglo varaba en San Cristóbal un fenomenal cachalote de unas 25 a 30 toneladas. El periódico Diario de Las Palmas relataba al día siguiente, el 29 de abril de 1965, el "singular" acontecimiento que "despertó la natural expectación, aglomerándose gran cantidad de público en aquél barrio marinero".

Habían sido varios pescadores del lugar los que lo arrastraron el mamífero hasta la playa de El Caletón, y la prensa de la época, con precisión, aclaraba por si no estuviera suficientemente claro que "estaba muerto". El personal se entretuvo en indagar su aprovechamiento, pero al constatar que su mercancía no salía a renta, decidieron devolverlo al mar.

El público que se arremolinaba en los callaos cada vez se hacía más atrás, a medida que el nauseabundo olor los espantaba. Pone el reporte, muy delicadamente, que "el vecindario experimentaba cierta molestia por el hedor que despedía", pero el caso es que la novelería se estaba convirtiendo en un fatal pestazo, una fos proporcional a su enorme mole que obligó a activar horas después al no menos formidable remolcador Tamarán.

Dos "hombres-buzos" largaron cables del cetáceo al winche de popa de la embarcación, y tras darle avante desapareció aguas adentro. Pero no del todo, ni mucho menos. Lo que vio el público de San Cristóbal era lo más National Geographic que había ocurrido en sus vidas, de tal forma que el cuento del tremendo cetáceo que salió del océano fue pasando de padres a hijos y de abuelos a nietos en un trasiego lingüístico que terminó trastocando cachalote por chacalote, un quiebro de nomenclatura que ha dado nombre no solo a uno de sus acreditados restaurantes de pescado fresco y gofios escaldados, sino al mismísimo orgulloso gentilicio de sus habitantes.

"Yo soy chacalote, chacalote", suelta Juan Ramírez, que se encuentra apostado en una considerable peña al sol, justo enfrente del pequeño refugio pesquero, a unos metros de lo que llaman Las Tres Piedras. Es más, Juan Ramírez no puede ser más chacalote, y tal es así que es el presidente del Unión San Cristóbal, patrón del equipo que tripula el mítico barco de vela latina del mismo nombre, el que cumple ahora 50 años de historia, casi coincidiendo con aquél varamiento de El Caletón.

Son las cuatro y media de la tarde y en San Cristóbal pega el resol, un mixturado de nube baja, claridad que regaña, sofoco y salitre. Visto desde la peña en la que Juan desgrana el paisanaje que inspiró a Pancho Guerra la composición del Somos costeros, (arriando velas, largando al viento la rumantela) el tinglado es un completo parque temático al que no le falta de nada, con sus zonas de lanzamiento, desde el puntal del refugio, con la chiquillería tirándose al agua de cabeza, de espalda y también en bomba y barrigazo o los bugueros y surferos disfrutando de las sustanciosas olas que mantienen a la flota artesanal varada en tierra.

Y también de zona costilla. Ahí está parapetada en unos tarahales y con vistas a los burgados la familia, amigos y allegados de Elena Munuera Sosa y Sara Alemán Medina, que cumplen 18 y 17 años respectivamente y que han hecho del sitio que le dicen Angustia el cuarto de estar de la celebración.

El chef es Melo, a secas, y anda el hombre dándole vuelta y vuelta además de a las costillas de cochino, a una ristra de salchichas, chuletas varias y a unos muslos chicos de pollos para combinar con papas arrugadas. La práctica es casi ancestral, al decir del grupo, de vecinos que copan ese litoral, o copaba, hasta la misma playa de La Laja llegados de Hoya de La Plata, Pedro Hidalgo, Salto del Negro y Zárate.

Los comensales de Melo se han tenido que ir rodando, vagando al paso por la costa, después de que construyeran las piscinas de La Laja, antiguo y natural echadero para este formato de barbacoa en salmuera de mucho predicamento pero en receso por falta de lugares.

El chacalote de toda la vida, el oriundo del barrio marinero, precisamente por esta avenida de compadres de los barrios de a tierra es raro de ver en los meses de la panza de burro a pie de arena, y Juan es una excepción a la regla. Cuando ´recuperan´ la playa es a partir de septiembre, cuando mejor se pone la mar y el cielo, que es justo el momento en el que la chiquillería regresa a clase y la playa vuelve a su estado original. Pero ahora, en pleno agosto, cardúmenes de señoras cantan bingo y los pequeños copan las peñas como grandes cangrejos. Desde el paseo que bordea la cala se ve como un atractivo Lego lleno de vida.

De Popa a Babor

Pero recoleto. Para Carmen García Bosch, "de una cierta edad", pero que tampoco es de allí, es como una especie de isla de La Graciosa, "por su ambiente familiar", y aunque no quiere publicitar para evitar la marabunta no tarda en escapársele que "es la mejor de la ciudad, un respiradero maravilloso". Con Carmen viene la boloñesa y periodista free lance Valentina Rainieri, de 25 años, que llega recién aterrizada de Tarfalla, en Marruecos, haciendo acopio de fotos e historias sobre pueblos de pescadores, y encantada de toparse con una jornada de trabajo cuyo uniforme consiste en cámara y bañador para retratar a personas y viviendas, casas que comenzaron a asentarse en el siglo XVII hasta que ya en el XIX formó un entramado urbano que le dio categoría de núcleo habitado y con calles de sonoros nombres. La calle Eslora viene a dar a la calle Popa, y tras pasar las de Babor y Estribor, se llega a la Timonel, por la que se puede bajar para alcanzar la Marina, y de allí acercarse por el paseo construido sobre los callaos hasta llegar al Torreón de San Pedro Mártir, el que viene a ser más conocido como Castillo de San Cristóbal, testigo de los ataques piráticos de Van der Does o Francis Drake y que fue construido por el militar Diego Melgarejo en 1578 por orden de un antiguo Felipe, el II.

De vuelta al rebumbio marino, Valentina no tiene el día bueno para un reporte pesquero. El puerto es apenas un refugio, solo apto para calmas. Y sus barcos, cuando llegan estos tiempos de alisios persistentes que forman oleaje suficiente para cabalgarlo a tablas, tienen que amarrar en otros muelles.

Este verano está "jodido", sin matices. Raro. En agosto de por sí se trabaja ya poco en el agua, pero este apenas da treguas de unos dos o tres días para embriscarse de nuevo en el reboso. Ángel Castro es el patrón del pesquero Ángel, de poco más de siete metros y que ahora se encuentra refugiado algo lejos, en el Muelle Deportivo. Ángel Castro repasa sentado en su silla de mimbre, dejándola como de paquete, una brillante nasa. "Ni mares ni pesca", sentencia el patrón, "que ahora toca subir la vieja y no la hay tampoco".

Apenas metros más abajo alguien canta de nuevo bingo, en el colindante casino de arena. El muro del muelle vuelve a llenarse de enanos saltando, y una ristra de olas convoca a otro grupo de bugueros. Al fondo, donde Angustias, Melo pone en brasas otro fondajo de carbón, y desde la peña Juan Ramírez, patrón del San Cristóbal, otea el horizonte, por si un día llega un segundo ´chacalote´.