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Vivir en el limbo

La calle Ladera de Cuyás, suspendida entre Ciudad Alta y la ciudad baja, parece anclada en la memoria del tiempo en que era nítida la distinción entre el campo y la ciudad

Vivir en el limbo

Para llegar al limbo hay que subir cuarenta y dos escalones. Los cuarenta y dos escalones de la escalera que da al paseo de Chil y que conducen a este limbo de Las Palmas que no pertenece propiamente ni a Ciudad Alta ni a la ciudad baja. También se puede acceder desde el descampado que da al paseo de San Antonio, pero para ello hay que tener las llaves de las dos verjas que cierran los pequeños senderos que atraviesan este enigmático vacío urbano. Y éstas solo las tienen los vecinos del limbo, los habitantes de las dieciséis casas que se alinean en la calle Ladera de Cuyás.

Raro es el paseante que se adentra aquí, aunque, para quien reside o esté familiarizado con la ciudad, la extrañeza que impregna este lugar en el panorama entre La Isleta y Las Palmas bien merece la deambulación ociosa en él. En cualquier caso, como son pocos los que lo hacen y no hay escapatoria en el campo visual de esta calle con una hilera de viviendas entremedianeras, la presencia del reportero llama enseguida la atención de los vecinos.

Uno de ellos es Dolores, que nació aquí hace setenta y nueve años. Mucho ha cambiado el entorno desde entonces. "Cuando yo era chica", cuenta, "todo aquí delante eran plataneras. Los chicos y las chicas íbamos a jugar detrás, a la Ladera de San Antonio, todos juntos, porque no había maldad. Lavábamos la ropa en la acequia que estaba junto al Árbol Bonito [el Árbol Bonito del paseo de Chil] y subíamos agua con latas en la cabeza". Felipe, su marido, exmasajista de la Unión Deportiva, tercia en la conversación: "Aquí se vive tranquilo, todos los vecinos nos llevamos bien". El único problema son los cuarenta y dos escalones: "Tenemos que bajarlos para ir al médico, en Primero de Mayo, o a misa, en Tomás Morales", explica Dolores.

Al comienzo de la calle, María Jesús, de ochenta años, oye la radio delante su vivienda, sentada junto a su hijo, Pascual, de cincuenta. La casa era de los suegros de María Jesús, que vive desde hace tiempo en ella. "Lo que tiene de bueno esto son las vistas y la tranquilidad". Su hijo refrenda. El problema, los cuarenta y dos escalones. Cuando María Jesús, como el resto de sus vecinos, la mayoría ancianos, precisa una ambulancia los enfermeros tienen que bajarla y subirla en camilla por la escalera. "No puedo salir de aquí", dice María Jesús, "pero con la tele me siento feliz".

Además de por la caída de la ladera, la calle está separada del paseo de Chil por la pantalla de un hermoso jardín comunitario que cuidan los vecinos. El follao que riegan Dolores y Felipe, los geranios, capas de la reina y papayeros de que se ocupa María Jesús... A lo largo de Ladera de Cuyás hay sillas vacías en las que los vecinos perpetúan la costumbre de sentarse al fresco. Una, entre ficus y geranios, está delante de la casa de Juan José. "Aquí", dice, "se vive como en el campo, pero en la capital". Juan José, anda en la cincuentena y no conoció el tiempo de la acequia y las plataneras, el tiempo en que era nítida la distinción entre campo y ciudad. Con todo, su comentario apunta al núcleo de extrañeza de esta calle que vive anclada en la memoria de aquella condición liminal. Por lo demás, como el resto de los vecinos, Juan José, solo ve un problema en este lugar: los cuarenta y dos escalones. "Los mayores" comenta, "necesitan una escalera mecánica, pero el Ayuntamiento nunca va a ponerla porque esta es una calle de propiedad privada".

Juan, que nació hace noventa y un años al final de la calle -cuando de aquí no arrancaba la escalera-, conserva los más antiguos recuerdos del paisaje de los habitantes de la calle. "Las plataneras llegaban hasta donde estaba el cine Rex, desde el Camino Nuevo hasta la Clínica del Pino". La memoria de Juan está asociada a una escalera anterior, más ancha, que existió a mitad de la calle y que se derribó para ensanchar el paseo de Chil, pero también al muro que separa este limbo de la ciudad baja. "Aquí debajo, pegadas al muro", cuenta, "había dos cuadras de las que salían carretas con mulas para hacer los viajes al muelle", explica, ante las matas de follao de su vivienda. El crecimiento desaforado de la ciudad durante el último medio siglo cambió radicalmente el paisaje, y el paseo de Chil se ha cubierto de viviendas, estas todas con facilidad de acceso para los vehículos desde San Antonio o el propio paseo de Chil. "Antes, el paseo de Chil era la calle más bonita de Las Palmas, ahora", dice Juan con la perspectiva del limbo, "es todo un estercolero".

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