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Aquí la Tierra Entre naciente y poniente

Árboles del bien y del mal

La calle Pedro del Castillo Westerling, en el istmo, acoge en uno de sus tramos siete ejemplares de ficus que le dan un porte singular junto a edificios y establecimientos emplazados en este tramo entre Albareda y Sagasta

Árboles del bien y del mal

Si se mira en dirección naciente, se encuentra a unos pocos metros el Puerto de La Luz. Si se lo hace lo propio en sentido de poniente, ocurre lo mismo con la Playa de Las Canteras. Pedro del Castillo Westerling comparte este cerco marino con otras calles del istmo distintivo de Las Palmas, pero en el tramo comprendido entre Albareda y Sagasta tiene un algo que refuerza su carácter respecto de las vías vecinas.

Sin duda, la presencia de los siete majestuosos ficus tiene que ver con ello. Siete árboles con grueso tronco, poca hoja y más porte que la mayoría de los edificios de la vía. Estos especímenes, plantados a principios de los años noventa cuando se peatonalizó la calle, rebasan ya el segundo piso de la mayoría de los edificios y sus copas conforman una pérgola que da sombra. Por lo demás, los ficus crecen aquí casi pidiendo perdón por existir: los alcorques que los rodean son diminutos, pero, eso sí, están rematados por bordillos de granito extraído de canteras situadas a miles de kilómetros. Los bordillos de los alcorques, pues, parecen más importantes que los árboles mismos.

En el edificio de apartamentos de la esquina izquierda -si el observador se sitúa orientado hacia naciente-, hay una celosía propia de las construcciones de los setenta que aporta su pequeño encanto al conjunto de la calle, aunque ciertamente no tiene la presencia de la ventana de la casa terrera situada casi enfrente. Esta vivienda de tipo tradicional, que quizá tenga un siglo o más de antigüedad, tiene el vano cubierto por carpinterías pintadas de blanco y una celosía. A través suya sus habitantes deciden en cada momento que relación mantienen con el exterior: si sólo de ventilación, si de veladura o si de vista de afuera a adentro y de adentro a afuera.

Recientemente se ha instalado en la calle -en el flanco izquierdo si se mira hacia naciente- un comercio que parece que vino atraído por los árboles: El Ropero Verde, una tienda de ropa de segunda mano con la fachada adornada con jardineras de madera pintadas de verde en las que hay cintas, verodes y cactus. En su diversidad de trajes, cazadoras, pantalones, sombreros, zapatos y bisutería -hay cosas realmente bonitas-, que junto a la etiqueta del precio portan una vida anterior, El Ropero Verde da una agradable nota bohemia a la calle. Por lo demás, su dueña, Rosi, se muestra encantada con sus vecinos vegetales: "Es la única calle que hay por aquí con árboles y, la verdad, le dan categoría".

Claro que cada uno ve el mundo y sus criaturas de manera distinta. Mientras el reportero está absorto contemplando los árboles, en el momento en que la noche comienza a tomar posesión de la calle, se le acerca una señora Testigo de Jehová que le advierte que "Satanás está gobernando el mundo" y que "su influencia en la política y la religión es enorme". La señora, no obstante, explica a su oyente que, llegado el Día del Juicio Final, se producirá la "resurrección de los justos" y, tras obsequiarle con un folleto, deja al reportero con el cuerpo descolocado.

Probablemente el alcohol mezcla divinamente con El Gran Chivo, pero el reportero no puede evitar sucumbir a la tentación de ir a tomarse un gin tonic en el bodegón El Biberón -derecha hacia naciente-, entre otras cosas porque en este local, fundamental para la identidad de la calle, lo preparan estupendamente.

Desde 1982 El Biberón ocupa el espacio de un antiguo almacén de proveedores de buques, que se dejó intacto, con sus bloques de cantería blanca y cantería roja de Gáldar, su artesonado de madera y sus columnas de hierro colado. El resto de la ambientación lo dan su colección de faroles marineros, herramientas de carpintería, maquetas de barcos de vela latina, balizas, cajas registradoras antiguas y su cartel del disco Amar después de los cincuenta, de Sindo Saavedra, así como sus mesas, hechas con máquinas de coser y barricas.

A Pepe, dueño del bodegón, los árboles de la calle le parecen "perfectos". A Anna, Lotta y Malene, clientes suecas, quizá integrantes de alguna de las tripulaciones de aviones habituales del establecimiento, también les gusta este pequeño conjunto de árboles -nada que ver con el denso arbolado de su Estocolmo de procedencia-. Malene dice que son "como un techo de la calle", mientras que Anna y Lotta se deshacen en elogios del polvito uruguayo, junto con las papas arrugadas y los quesos del país, estrellas de la carta de El Biberón.

Justo enfrente del bodegón se encuentra el club P.A.L.A -Peña Ateneo Los Amigos-, cerrado a esta hora. Entidad señera, célebre en tiempos por sus bailes y sus actuaciones -incluidas las de un jovencísimo Alfredo Kraus-, el P.A.L.A., que se trasladó en los setenta desde la Avenida de Las Canteras a Pedro del Castillo Westerling, congrega hoy a su peña de amigos en torno a partidas de cartas y dominó y les ofrece como siempre servicios de balneario.

El discreto cartelito del P.A.L.A, con sus siglas sobre la bandera de Las Palmas, contribuye con su candor al sortilegio del conjunto de este tramo de calle, vertebrado por los árboles. No obstante, no todos los vecinos sienten simpatía por estos seres vivientes. Así María Antonia, que sale a pasear a su yorkshire abrigado con un pullover de ganchillo con dibujos de huesos, se queja de que el Ayuntamiento no los cuida y que se llenan de pulgones que se meten en las casas. María Antonia explica además que, en busca de agua, las raíces de los ficus se suelen meter en los aljibes, que a una vecina le aparecieron por la bañera y que a otra incluso le emergieron por el wáter.

Árboles del bien y del mal. Confuso ante visiones tan opuestas, y bajo los efluvios del gin tonic, el reportero consulta el folleto que le dejó la Testigo de Jehová en busca de alguna respuesta.

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