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En el jardín

A lo largo de veinte años, Elías Ramos Quintana construyó en Isla Perdida un recinto con plantas y piedras para disfrute de la ciudadanía en el que a su muerte se esparcieron sus cenizas

En el jardín

Ya solo por su nombre dan ganas de visitar Isla Perdida, un territorio limitado dentro de una isla cuyo topónimo remite a otra porción de tierra extraviada en los confines del mar. Pero cuando se ha estado varias veces en este barrio de Las Palmas hay más aspectos que invitan al reencuentro, aspectos, llamativamente, que no están asentados en el imaginario de la ciudad. Así, sus tres calles principales que acaban en un cul-de-sac, tras lo que se extiende lo que, hasta hace poco, llamábamos campo. Así, las majestuosas escaleras de la calle Rosarito Navarro, divididas en tres franjas del mismo tamaño, la de en medio para jardín, como gradas en las que sentarse a contemplar la ciudad dispersa y el lejano mar. Así, igualmente, la calle Párroco Jorge Casero, que se asoma al resto de la urbe, y cuyos bajos tienen una altura superior a la habitual, lo que provoca a los viandantes una suave extrañeza.

Con todo, hay tres elementos que resultan hegemónicos en la singular configuración de Isla Perdida. Uno es el Barranco de La Pileta. Otro, en el que desagua el barranco, es la Presa de Piletas, vestigio del paisaje agrícola tradicional. Entre el barrio de Piletas, Isla Perdida y la Circunvalación, la presa configura un vacío vibrante que refulge en el espejo del agua embalsada. El tercer elemento, del que se ocupa este reportaje, es el jardín de Elías Ramos Quintana.

Construido durante más de veinte años para disfrute de los vecinos y de la ciudadanía en general, el jardín de Elías -o de Eliítas, como le conocían sus vecinos-, ocupa una larga franja de la calle Párroco Jorge Casero, que se asoma al barranco y es tangencial al umbral de la presa, a los que redefine y por los que es redefinido. En las partes en que la franja es más ancha, los senderos del jardín se bifurcan creando recorridos pintorescos que invitan al paseo gozoso. Junto a los cardones, dragos, pitas y otras especies vegetales que Elías, y su cuñado José Medina, compañero habitual de tarea, plantaron a lo largo de los años, tienen una presencia rotunda también las piedras. Como recuerda Araceli Ramos, hija de Elías, éste las escogía cuidadosamente en función de su forma y su color, y a veces las traía desde lejos para avivar la variedad de su jardín, construido en una zona verde municipal.

Elías, que había sido trabajador de la construcción, comenzó a crear el jardín cuando se jubiló, a principios de los años noventa. El jardinero generoso fue uno de los primeros pobladores de este barrio de autoconstrucción, erigido a principios de los sesenta. Originario de Moya, amaba la flora canaria. De lunes a domingo, sus siete hijos, de los que en la actualidad viven cinco, veían salir a Elías, con su pico, su pala, su sacho, su picareta y su carretilla, rumbo al jardín, acompañado siempre de Blackie, "un perro negro mezclado, cuenta Araceli, al que el pelo le llegaba al suelo". A ellos se unía por el camino, José Medina. A medida que la obra avanzaba, los vecinos se mostraban cada vez más admirados y obsequiaban con plantas a Eliítas. Éste, por su parte, decidió hacer la misma operación a la entrada del barrio y arregló el entorno de la parada de guagua con dragos, lo que hizo que Radio Ecca homenajease a Isla Perdida con una placa, en reconocimiento a su jardinería, que todavía luce sobre una gran piedra.

Un día Blackie murió y su cuerpo con pelos hasta el suelo fue enterrado en el jardín. Tiempo más tarde, en 2012, falleció Elías con 84 años, y sus cenizas, como había dispuesto, fueron esparcidas en el lugar donde reposa Blackie. Ahora, bajo las palmeras que hacen de pérgola, el reportero pasea por el jardín, acompañado de una amiga a la que esta historia debe las observaciones más agudas. Tienen una sensación persistente de que no se encuentran solos, de que, entre las plantas y las piedras, transitan otras presencias. Tal vez sea solo el sonido de sus propios pasos, como si se siguieran a sí mismos, o tal vez no. Sea como fuere, comprenden que este sitio es una isla, una encantadora isla para perderse.

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