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Dos mundos en uno

Una veintena de alumnos de primero de Bachillerato del Colegio Claret realizan una experiencia solidaria en Cáceres y Marruecos

En Tánger, posan frente a la mezquita Eloy Sánchez, Gloria Macías, Dunia Ramírez, Antonio Rivero, Lola Pérez, Esther Romero, Estela Rodríguez, Borja Luján, Pablo Ronda, Raquel Santana, Juan Francisco Pérez, José Antonio Carrasco, Ana de León. Los agachados son Emilio López, Araceli Massieu, Eva Ruiz, Gracia Flores y Cristina Romero

En los escalones que dan al patio del Colegio Claret, una veintena de jóvenes de no más de 17 años conversan animadamente con el padre José Antonio Carrasco Ríos, a quien todos conocen por el cariñoso apodo de Chico. Hace poco que han vuelto a casa, a la rutina, pero en sus caras aún se refleja la alegría de una experiencia que jamás olvidarán. Están a punto de hablar de ella, de compartir lo que ha sido una semana distinta en la que, según cuentan, han podido ser testigos de una realidad hasta el momento desconocida, la de la pobreza y el sufrimiento, pero también la del servicio y la entrega a quien más lo necesita. Se acuerdan de las miradas que se les han quedado clavadas. Basta con mirarles a ellos para darse cuenta de que su pensamiento todavía sigue en algún rincón de Cáceres o de Marruecos.

La aventura comenzó en octubre del año pasado cuando recibieron la noticia de que estaban dentro del grupo que llevaría a cabo una experiencia solidaria fuera de las fronteras insulares. "En primero de bachillerato los alumnos realizan el Proyecto de Educación Social (PES). Es algo que tienen que hacer todos y pueden elegir desarrollarlo aquí o hacerlo fuera, en un pueblo de Extremadura que se llama Alcuéscar o en Tánger", explica Chico. Ellos estaban dentro de los que se habían decantado por la segunda opción, así que solo quedaba esperar al momento de subirse al avión. Pero antes, tuvieron que formarse mediante reuniones quincenales y una convivencia, según cuenta el sacerdote que dirige la iniciativa que arrancó en el centro educativo de la calle Obispo Rabadán hace ya seis años.

Y cuando quisieron darse cuenta, ya era sábado 2 abril. Ese día, los 24 se dividieron en dos grupos de 12 que, acompañados por cuatro adultos cada uno, se dirigieron a los respectivos lugares de trabajo en los que vivirían durante toda una semana. El proceso de asimilación de Araceli Massieu empezó en ferri que la llevaba a Tánger. "Después de tanto tiempo esperando solo podía repetir: estamos yendo", cuenta aún con entusiasmo. La primera parada nada más pisar territorio marroquí fue en el Hogar Padre Lerchundi, donde los chicos se sumergieron en la dinámica del centro de día en el que decenas de niños les recibieron con cariño.

También pasaron por la Casa Nazaret de los Hermanos de Cruz Blanca, el centro donde tienen un dispensario médico para bebés las Adoratrices y por la Casa de las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa de Calcuta. Al igual que el resto de sus compañeros, Massieu estuvo en cada uno de estos lugares, si bien fue en el último donde vivió alguna de las experiencias que más le han dejado huella. "Allí se hacen tantas cosas con tan poca gente", señala. Se le vienen entonces a la mente los conocidos como 'niños de la cola' que van cada miércoles a la citada casa de las religiosas para ducharse, ponerse ropa limpia y comer el único plato de comida decente de la semana, antes de volver a la calle donde malviven y esnifan disolvente para matar las carencias y el miedo. "Una mañana vi unos pies pequeñitos asomando bajo una manta tirada en el suelo. Recuerdo que esa noche, aún estando resguardada, yo había pasado mucho frío".

A su compañera Esther Romero también le marcó la existencia de estos pequeños. "Cuando se fueron yo solo podía pensar en la incertidumbre de la semana que les quedaba por delante", comenta la joven que ha descubierto que quiere ser periodista. "Basta con echar un vistazo para darte cuenta de que es una realidad distinta". En Marruecos es "como si hubiese dos mundos en uno" en el que la diferencia entre ricos y pobres "es más que evidente". Los contrastes son en todos los sentidos. "Me llamó la atención cómo los niños del centro de día bendicen la comida y cómo dejan limpias las mesas al acabar de comer". Con la alegría del hermano José Luis, de Cruz Blanca, también se queda.

Y es que "cada sitio te aportaba algo", asevera Eva Ruiz, de 17 años. Precisamente se le vienen a la mente las manos hinchadas de Youssef, uno de los residentes de la Casa Nazaret que apenas puede moverse. "Antes de llegar allí, su familia lo tuvo años encerrado en un garaje, alimentándolo solo con yogures", relata. "Las historias que hay detrás de los niños de Calcuta también te impactan", asegura quien fue a Marruecos convencida de que tenía que reaccionar sin llorar. "Soy muy sensible", confiesa.

Ana Ortiz también lo es. A diferencia de sus compañeras, ella estuvo en Alcuéscar. "Lo echo de menos", cuenta con dulzura cuando se le recompone la voz después de que alguna lágrima recorriera sus mejillas. Ella, que llegó "asustada" a territorio extremeño, logró superar las dificultades y ha vuelto con una opinión distinta sobre la Iglesia, según comenta. "Conocí a gente que no pensaba que existía". Se refiere a los Esclavos de María y de los Pobres, la congregación de religiosos que se encarga del cuidado de los ancianos y las personas con discapacidad que residen de la Casa de la Misericordia. Uno de ellos es Liberto, que le regaló uno de los momentos "más bonitos" cuando sin poder moverse por su síndrome de Wilson, logró dar algunos pasos. "Personas así las tenemos cerca de nosotros y todo el mundo debería vivir una experiencia como la nuestra para poder valorar lo que tiene".

Manuel de la Torre está de acuerdo. Antes de llegar a Cáceres las dudas sobre si podría comunicarse con los residentes, "más allá de lo típico", le abordaron. "A mí me costó un poco más", revela, "pero al final me transmitía mucho más una conversación con cualquiera de ellos que con alguien que no tenga dificultades". El padre Fernando Alcázar, miembro de la comunidad, es una de las personas a las que recuerda con cariño por las aventuras que vivieron con él. "Yo pensaba que los hermanos iban a ser más serios", apunta divertido. El momento en el que uno de los residentes más "negativos", Pepe, se puso a bailar en la fiesta que les prepararon, también le marcó. "Me he dado cuenta de que todos podemos hacer algo así sin tener que ir lejos", reitera. Y es que , según Chico, "vayas donde vayas, siempre habrá un Tánger o Alcuéscar que necesite de ti".

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