"Si el infierno existe, mi mujer ha estado allí. Vivir conmigo ha sido terrible. Me metí en el juego hace 24 años y perdí millones, familia, negocios, salud, ¡todo, todo! Hoy llevo 29 meses sin jugar". Eso contaba Agustín Almeida en agosto de 2013. Hasta hoy no ha vuelto a jugar.

En estos días Agustín está celebrando que la Asociación Aluesa, pionera en abordar un grave problema social como es la ludopatía, le ha entregado un diploma por haber vencido una enfermedad que entra en las vidas y sí la dejas se queda a vivir.

Aún hoy, seis años sin acercarse al juego, le fiscalizan el dinero que lleva en la cartera, ¿cinco euros?, pues debe explicar en qué lo gastará y traer tique hasta de un céntimo. "Hay que estar alerta porque un jugador puede recaer fácilmente en la trampa del juego".

Su mujer le acompaña a la entrevista, en principio sin otro papel que el de estar ahí para apoyarle. Curiosamente, mientras Agustín cuenta cómo empezó su adicción ella, Fátima Pérez, se va metiendo en la conversación con total naturalidad, entre otras cosas porque su marido la señala mil veces como "culpable" de haber salido del pozo negro. "La que merece el diploma es ella, de verdad te lo digo", comenta.

Le pregunto si le importa participar en el reportaje y no lo duda. "Pues sí; ya es hora". Y cuenta. Observo los ojos claros de Agustín y los veo alegres, risueños, nada que ver con el hombre que conocí hace años, cuando el juego lo había llevado a la ruina, cuando lloraba amargamente. "Ella ha sido medalla de oro pero tú de plata, campeón", le digo. Y se emociona de nuevo.

Mejor hablar de las circunstancias que pudieron llevar a este hombre a vivir 24 años en el juego. La ignorancia, sin duda. Su historia es la historia de un chico que cargó con una niñez sin padres, con una adolescencia que le invitó a correr en el trapecio sin que nadie le advirtiera los riesgos.

Su infancia transcurrió en la Casa del Niño, en San Cristóbal, conocido como orfanato o reformatorio, que trae malos recuerdos para niños "pobres de solemnidad". En el caso de Agustín y su hermano eran huérfanos que vivieron a merced de algunas monjas y maestros que impartían a rajatabla aquello de "la letra con sangre entra".

"Estar allí me marcó tanto que no veía la hora de irme y buscarme la vida. Mira; mi hermano y yo vimos ahí dentro palizas, peleas, violaciones y suicidios y yo no miento, créeme". No duda de la importancia que su dura niñez ha tenido en el desarrollo de su vida.

Lo cierto es que desde que le dejaron salir del orfanato, a los 14 o 16 años, Agustín trabajó en un bar de la calle Venegas y luego en una cafetería de la Guardia Civil, en San Cristóbal, donde era "así como medio encargado siendo un chiquillo".

¿Quiénes iban a ese bar? Pues los guardias civiles que se sentaban en un rincón y jugaban a las cartas, a la máquinas, a todo lo que se pudiera. A eso únele copas y sabe Dios qué más. Luego, cuando el bar cerraba, se iban al bingo. Un día me invitaron y esa fue mi perdición. "Ahí empezó mi ruina, ahí?"

Dice que hace pública su historia para que los que crean que entrar en una sala, jugar y ganar es una suerte, sepan que no lo es. "Yo mismo soy un ejemplo. Mi perdición fue ir a un bingo con veinte y pocos años y ganar en una noche 97.000 pesetas, más tarde 36.000 y la tercera vez fueron 42.000. Esa fue mi ruina", sentencia. "Esto es fácil, pensé. He ganado un pastón sin esfuerzo", añade.

¿Y cuándo pusiste freno a todo? "Te lo cuento. Mi historial no era flojo. Durante 24 años estuve jugando a escondidas hasta que un día me vi buscando en el bolso de mi mujer su tarjeta de crédito. Eso me partió el corazón. Ella me preguntó si la había usado y mentí porque los jugadores no somos de fiar. "A ti te pasa algo", me dijo ella y entonces se lo conté todo.

"Yo nunca he sido ni de mujeres, ni de bebida y le reconocí que llevaba años metido en el juego, que los negocios se los había llevado el bingo, las máquinas. Una dulcería familiar, una cafetería y otras propiedades", apunta. La respuesta de su mujer fue "ponerlo en la calle" hasta que no solucionara su problema, ni que se acercara por allí.

"Jamás pensé que todo era por juego, jamás. Creía que era un gastón pero lo otro, jamás. Para que te hagas una idea un día hablé con su jefe de entonces porque mi marido decía que no había cobrado y no era cierto. Le había pagado y se lo había gastado en el juego. Ese hombre, que no recuerdo su nombre, me preguntó si necesitaba dinero. Y le pedí algo para comprar leche para mis niños. Ni para eso tenía", relata Fátima.

Cuenta que cuando lo echó de casa es que "estaba harta de mentiras y lo odiaba". "Tenía dos niños y no lo quería a mi lado. Arreglé todo para separarme. Finalmente no lo hice, pero no quise saber nada más de él. No, no, no?", explica.

Comenta que un día Agustín le habló que había un sitio en el que le ayudarían a solucionar su problema. "Fue, se enteró y cuando le indicaron que necesitaba alguien de la familia como tutor, como vínculo entre los especialistas y el paciente, le dije que no contara conmigo. Bastante tenía ya con sacar adelante a nuestros hijos", resalta. Y en esas se mantuvo hasta que pasado el tiempo se dio cuenta de "que llevaba muy bien el tratamiento y un tiempo sin jugar y que lo quería".

Unos años más tarde Agustín dejó la casa de su hermana, donde vivió desde que su mujer le cerró la puerta y volvió a casa. Hoy lleva cuatro años sin acercarse al juego pero en casa siguen exigiéndole el tique "hasta de un pan que compre". "Es que siempre estás asustada, aunque él no ha tenido ni una recaída", añade.

Agustín reconoce que "no sabía ni lo que era la ludopatía. La primera vez que escuché esa palabra fue en Salud Mental del Servicio Canario de Salud. Después lo supe todo".

Y lo sufrió todo.