Elliott Erwitt siempre ha sentido una poderosa atracción por los perros, chuchos de todos los aspectos y tamaños, mezclados o con pedigrí, que su cámara capta en blanco y negro. Es tal su empatía con esta subespecie del reino animal, que un colega lo ha llegado a definir como ser "mitad fotógrafo, mitad perro". Tal vez, llevado por esta obsesión, averiguase que, según Plinio el Viejo, el nombre de Canarias tiene su origen en dos grandes mastines capturados en Gran Canaria por emisarios del rey Juba. Sea por ésta o por otra razón el caso es que el fotógrafo vino a Las Palmas en 1964 y tomó varias instantáneas en la ciudad. Entre ellas una en la que aparece un perro en el pretil de la azotea de una casa y que tituló, sencillamente, Las Palmas.

La vivienda de la foto es un edificio de tres plantas, levantado en algún punto de la ciudad que entonces traía aún ecos de campo: quizá Schamann, quizá Las Rehoyas o El Secadero. La escena retratada es simple: las tuneras muertas que se amontonan en la franja inferior de la imagen constituyen un contrapunto caótico con el juego de verticales y horizontales entre el poste, los cables eléctricos y los elementos de la fachada, cuyo idiosincrático zócalo de laja recuerda a una piel de jirafa. En segundo plano, el ángulo de la loma descampada incrementa estos reenvíos entre la forma y lo informe, del mismo modo que el portabultos del coche remata el descenso escalonado de la casa. En medio de este corte en la imagen del mundo, como la prefiguración de un acontecimiento de mayor calado o el retazo de una historia de la que no quedan más huellas, un hombre de espaldas con una camisa blanca se asoma a la oscuridad del garaje. El perrito de la azotea lo observa.

Si es irónica, lo es muy moderadamente. Si destila melancolía, lo hace en grado ínfimo. En realidad no se acaba de saber muy bien qué tipo de emociones y sensaciones transmite esta fotografía, a no ser un calculado candor y, sobre todo, un desconcierto que, mientras más se la examina, resulta más rotundo.

En la ciudad de mediados de los sesenta, que se sobreexpone para venderse en los mercados turísticos internacionales, Erwitt, uno de los grandes fotógrafos del siglo XX, hurga en el reverso de la postal. Con ello no busca desmontar la imagen idílica de Las Palmas como destino con habitantes amables, folclore pintoresco y playa, Las Canteras, de ensueño. Simplemente pone el foco en la dimensión no espectacular de la ciudad, para, a través suya, testimoniar el enigma de lo visible.

Quizá sea necesario decir que entre los miles y miles de fotos que Erwitt ha tomado a lo largo de su vida, ésta que tituló Las Palmas tiene en su trayectoria una relevancia especial. No en balde John Szarkowski la incluyó en el reducido conjunto de cuarenta y cinco de la muestra Improbable Photographs, que el MoMA de Nueva York le dedicó en 1965. Y el propio artista la seleccionó para su libro Elliott Erwitt's Dogs, que, junto a Dog Dogs, conforma hasta ahora su bibliografía sobre el mundo canino.

Ahora bien, ¿por qué esta obsesión con los perros? Existe una copiosa literatura al respecto. Pero para intentar comprender algo, quizá lo mejor sea echar mano de las palabras del propio Erwitt: "Los perros son sencillamente divertidos en según que situaciones y a la gente le gustan mis fo-tos porque le gustan los perros". Y también: "Prefiero fotografiar perros franceses. Tienen un personalidad que no puedo describir. No se trata de una personalidad peculiar, nacional, sino 'sencillamente' personalidad. No iría a Centroamérica o Sudamérica a propósito para fotografiar perros allí, pues son las criaturas más miserables de la tierra. Sin embargo, cuando estoy allí, siempre intento reservar un poco de tiempo para ello".