De entre tantas imágenes que integran ese valiosísimo repositorio que es el Fondo de Fotografía Histórica de la Fedac, acaso pasen inadvertidas las de la serie de escaparates e interiores comerciales de la calle Triana que el fotógrafo palmero Miguel Brito Rodríguez realizó en algún momento entre 1890 y 1895. Hombre fascinado por las nuevas máquinas de registro y reproducción de sonidos e imágenes, introductor en su isla del fonógrafo, el kinetoscopio y el cinematógrafo, tal vez fuese su deslumbramiento con el progreso lo que generase su atracción por la expansión mercantil asociada al nacimiento del Puerto de La Luz y lo que le hizo retratar con tal abundancia destacados establecimientos de la principal vía comercial de Las Palmas.

Este conjunto fotográfico incluye fachadas de, entre otros comercios, la ferretería Schaman y González, la fundición Enrique Sánchez y la óptica y relojería Al cronómetro y los interiores de una tienda de tejidos, de otra que vende paraguas y respaldos de camas y de la tienda Alexandre and Cía, imagen esta última a la que prestan atención monográfica estas líneas.

De tanto y tan heterogéneo como hay expuesto a la vista, la mirada no sabe bien donde posarse y el efecto puede llegar a ser, paradójicamente, de uniformidad y monotonía, a no ser por la lámpara de araña que cuelga del techo, el rótulo del establecimiento y, muy especialmente, el reflejo del vidrio de los mostradores.

Y es que si después de la fotografía, esa huella de lo real en un instante preciso, el mundo no ha vuelto a ser lo mismo, el vidrio, comenzado a fabricar industrialmente por los mismos años, también cambió la manera de verlo todo. En su aparente transparencia, el vidrio de las vitrinas y escaparates conjuga la mercancía y el deseo en una escenografía efímera que refleja también el rostro del contemplador.

En concreto, la extraordinaria multiplicación de los reflejos del vidrio en esta fotografía, y lo que parecen destellos de luz eléctrica que velan zonas de la imagen, cargan esta escena de interior con una tensión fantasmagórica. Lo propio ocurre con el lugar intercambiable que ocupan en la tienda los relojes y los objetos religiosos: se diría que el tiempo cronológico y el tiempo mesiánico son meros resortes de la taumaturgia de la mercancía.

A la luz de ésta y las demás imágenes de la serie, es fácil evocar a Brito como paseante ocioso, fascinado por el espectáculo comercial de Triana como lo podía estar unas décadas antes un campesino en París que deambulase por el Pasaje Choiseaul, el Pasaje Jouffrey, el de los Panoramas o cualquier otro de la ciudad del Sena. Un paseante, en su caso, que cargaba con gusto con una pesada cámara, a la que apreciaba enormemente en tanto que prótesis de su memoria.

Es inevitable comparar la Triana que vio Brito en la última década del siglo XIX y la de las franquicias multinacionales que ocupan cada vez más la Calle Mayor en lo que va de siglo XXI. Un estadio antiguo del capitalismo y otro avanzado, iluminado por la obsolescencia de la fotografía del palmero. Ésta es una grieta que libera el recuerdo de su promesa. A través suya se puede atisbar el exterior del actual mundo-imagen, con sus pantallas televisivas y digitales omnipresentes.

Naturalmente, visto su enfoque nítido, su encuadre casi rectangular, su empleo funcional de la luz y su frialdad incluso, a Brito no le animaba ningún propósito artístico. Pero tras décadas de revaluación de la estética documental, hoy cabe otorgar también valores artísticos a sus fotografías, como se ha hecho tantas veces, por lo demás, con otras imágenes que tampoco fueron concebidas como arte. Procede pues referirse a ellas como poemas de la ciudad comercial y verlas de este modo como prefiguraciones de la mirada de otro paseante entusiasta. Uno que tiempo después, al celebrar la vorágine de Triana en sus versos, escribiría: "La calle del comercio, donde ofrece / el cálculo sus glorias oportunas; / donde el azar del agio se ennoblece / y se hacen y deshacen las fortunas".