La Provincia - Diario de Las Palmas

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Aquí la Tierra Naturaleza de la ciudad

Vamos a otro funeral

La higuera lirada que se levanta en el margen izquierdo del barranco de Guiniguada, por cuya supervivencia se modificó el trazado de la Autovía del Centro, se encuentra al borde de la muerte

Vamos a otro funeral

En 1969 técnicos y políticos ultimaban el proyecto de la Autovía del Centro que sepultaría el tramo final del barranco Guiniguada. Epítome de cómo Las Palmas se ha construido contra, y no con, sus barrancos -Mata, Don Zoilo, La Ballena a su paso por Guanarteme, Pedro Hidalgo en su conclusión, el barranquillo, sin nombre conocido, donde se emplaza el López Socas...- esta parte de la carretera bajo la que discurre el Guiniguada es una cicatriz que supura aún en la conciencia de la ciudad. Hay que recordar que Franco formaba parte todavía del mundo de los vivos y que en la política local mandaban sus prebostes. Con todo, hubo un hombre, Günther Kunkel, naturalista alemán afincado en la isla, que, además de escribir libros que siguen siendo de consulta obligada, fue un activista que logró mitigar algo este daño descomunal. El 22 de enero de 1970 publicó en El Eco de Canarias un artículo, "Vamos a otro funeral", en el que protestaba porque para construir la autovía se iba a talar un árbol maravilloso: una higuera lirada, la mayor de la isla, situada en el margen izquierdo del Guiniguada, que el sabio había incluido en su libro Árboles exóticos. Los árboles cultivados en Gran Canaria. Pues bien, Kunkel, honra eterna, consiguió con su protesta el milagro de que se desviara el trazado de la carretera y se salvara "esta higuera africana -decía en su artículo- apreciada por su follaje y tamaño".

Hoy, paradójicamente, veintiséis años después de aquella proeza, ya en democracia, esta Ficus lyrata está al borde de la muerte, con su parterre, al final de la calle San Diego de Alcalá, descuidado, y sin que, quién quiera que sea que detenta las competencias para ocuparse de este emblema natural e histórico, emita señales de vida inteligente. Es obligado, pues, titular este artículo como tituló el suyo Kunkel -aunque el ahora firmante no tenga ni una ínfima parte de su autoridad para detener este arboricidio-, y dejar constancia de este hecho, al menos para que nadie pueda decir que no fue informado por alguien del asunto. Y, cuando se dice nadie, va, obviamente, por los responsables públicos, pero también por nosotros, la ciudadanía en general, propensos a culpar a aquellos de todos los males, sin asumir que todos tenemos también responsabilidades políticas insoslayables en la defensa del espacio común, y que hemos de transmitir éste a las generaciones futuras en las mejores condiciones.

Seca en un ochenta por ciento

Un ciudadano con varios galones en el estudio de la naturaleza explica que esta antaño hermosa higuera lirada está seca en un ochenta por ciento y afectada, entre otras plagas, por la mosca blanca. En opinión de este estudioso, lo que necesitaba este vegetal, conocido también como árbol lira e higuera de hojas de violín, era limpieza, tratamiento fitosanitario y lavado a media altura con agua enjabonada potásica. Todo esto, recalquémoslo, lo dice alguien que sabe. Si otro alguien que también sabe opinase lo contrario, por ejemplo, que hace meses, o años, que ya no valía la pena luchar por él, o que el árbol está inmaculado, debería contribuir a la conciencia ciudadana y explicarlo detalladamente en foro público. En cualquier caso, con sólo mirar fotos antiguas y cotejarlas con una inspección ocular de su estado actual, cualquier profano en botánica puede testimoniar que este vegetal antaño robusto, por cuya supervivencia se desvió la Autovía del Norte, fue un espécimen frondoso, hermosísimo y que ahora está casi seco, con ramas resquebrajadas, y que, además, es notorio que de su parterre, público, hace tiempo que nadie se ocupa.

No hace falta pensar en Estocolmo, ni tampoco en el cinturón verde de Vitoria, para imaginar cómo podría ser Las Palmas si sus responsables públicos, de todo el espectro ideológico y de todos los mandatos de la democracia, y también sus ciudadanos, tan dados a reunirse en la calle multitudinariamente por cuestiones menos relevantes, hubiesen asumido en algún momento con determinación que hay que defender los jardines idiosincráticos de esta ciudad y con ellos sus árboles singulares -siempre y cuando no afecten a la seguridad de la gente. Desde luego, nada en el ADN insular indica que Las Palmas esté genéticamente incapacitada para hacer algo equiparable. Basta con pensar en Santa Cruz de Tenerife, en sus deliciosas ramblas, en el mimo con que se cuidan en la otra capital del Archipiélago los jardínes públicos y privados, en sus normas legales, que cuando protegen un inmueble histórico protegen también su jardín, o en el encargo que ha hecho recientemente el pleno de su ayuntamiento, por unanimidad, de un catálogo de árboles singulares del municipio.

La ciudad también es un paisaje, hecho de edificios, calles, plazas y avenidas, lo mismo que de árboles y jardínes. Estos últimos no sólo embellecen su imagen para disfrute de propios y extraños, sino que regeneran el aire contaminado que respiran sus actuales habitantes y que, si nada cambia, respirarán los futuros. Si, así y todo, a quién corresponde le supone demasiado esfuerzo hacer por la protección de éste y otros árboles y jardínes, con toda humildad, habrá que sugerirle entonces, algo que no le haga trabajar mucho. Por ejemplo, que lleve a las instancias oportunas una propuesta para que esta ciudad, Las Palmas, cambie su bello nombre de árbol, por otro que anuncie que vamos sin demora a nuevos e interminables funerales: La palmas.

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