Tres burros cargados hasta la médula, sobre ellos, unos señores los acompaña con su cachorro en la cabeza y su ropa manchada por el polvo. Las suelas de los zapatos están muy desgastadas, los teniques de la carretera del Sur les destrozan los pies. Camino de Telde, los campesinos se acercan a la sombra que proyecta el hoy desaparecido túnel de La Laja. A principios del siglo XX salir de Las Palmas de Gran Canaria suponía toda una odisea, la geografía agreste de la Isla poco ayudaba.

En la última centuria el aspecto de la entrada, o salida, Sur de la capital ha cambiado mucho. Un túnel rudimentario de piedra ocupaba el espacio donde hoy se levanta orgulloso Tritón, además de un aparcamiento para domingueros. La carretera, de tierra apisonada, bordeaba una playa con una apariencia mucho más salvaje e inhospita. Las fuertes corrientes que reinan en esta zona durante todo el año chocaban contra los callaos, por lo que la arena oscura quedaba oculta bajo el batir de las olas.

En su extremo norte, un grupo de viviendas se apelotonaban a un margen de la antigua carretera general, conocidas popularmente como las casas de La Laja. Entre ellas se erguía orgullosa la Torre del Viento, una especie de balcón de una casa mucho más grande, donde pasaba el tiempo libre Néstor Álamo. La mayoría de las casas eran de gente pudiente que las utilizaba veranear. Matías Vega, presidente del Cabildo entre 1945 y 1960, estaba entre ellos.

Al otro lado de la misma vía se levantaba la fábrica de Correa, especializados en ladrillos, cemento, azulejos, material de construcción en definitiva. "Las nubes de polvo se levantaban por encima de la carretera cuando ibas al Sur", repiten varios testigos de la época. "Todavía pueden verse los muros de mampostería y algunos escombros allí en la ladera", señala Manuel Saavedra, natural del barrio de Pedro Hidalgo e incondicional de La Laja toda su vida.

Según refleja la prensa de la época, unos derrumbes en octubre de 1972 dieron la sentencia al antiguo túnel. Ocurrió durante las obras de desdoblamiento de la futura autovía. Poco después las grúas terminarían de demoler lo que quedaba de la decimonónica infraestructura. En su lugar, Tritón da la bienvenida hoy día a la capital grancanaria. La misma suerte corrieron las fábricas. El sentido Maspalomas de la GC-1 ocupa su lugar.

Criarse en la marea

"Crecí entre los charcones", apunta, orgulloso, Francisco Javier Díaz. Como la suya, son varias las familias que se criaron en las chabolas que flanqueaban la carretera del Sur, a los pies del risco de Hoya de la Plata. "El mar y la playa eran nuestra vida, en el barranquillo había un chorrillo de agua dulce y allí nos bañábamos con un bote de champú que comprábamos en el bazar, para el resto de cosas había que ir a la marea, uno pasaba el día entero allí", relata Díaz.

Los charcones poco profundos ocupaban el terreno donde hoy están las piscinas naturales, construidas en la última década. Allí se pescaban sargos y viejas, algo que siguen haciendo Díaz y otros naturales de La Laja con normalidad. En la década de los setenta derribaron las últimas infraviviendas y les entregaron un piso en El Polvorín. Aún así, sigue acudiendo cada semana a la playa que le vio nacer y crecer; unas veces acompañado de su familia y, otras, de amigas como Pino Regalado, natural de San José y también amante de este lugar desde pequeña.

Miles de anécdotas de la infancia y la juventud guarda este paraje. Hasta hace pocos años el sitio era un "paraíso", apartado del ajetreo de la capital. "Hasta un pingüino nos trajeron a la playa, nadaba en el charco por las mañanas", recuerda Díaz entre risas. Su dueño vivía en la chabola más apartada de la barriada, con el techo en forma de cúpula. "El Comunista" lo llamaban todos, por sus ideas políticas.

El reboso de la marea chocaba contra las viviendas con virulencia en ocasiones. Los chicos tenían que apelotonarse en los muros para poder pasar un rato de diversión. "Lo malo es que muchas veces te echaban de allí los ricachones, te miraban por encima del hombro porque eras de las chabolas, parecía a veces que la playa era suya", recuerda Francisco.

Experiencias de pescadores

A sus 90 años, Miguel Saavedra, muleta en mano, sigue frecuentando cada mañana la playa de La Laja. La misma que lleva contemplando toda su vida. Nació en la calle Hoya de los Muertos, hoy renombrada como Estribor, en San Cristóbal. Durante sus años de juventud nadó innunmerables veces en esta costa. "En estas aguas pescábamos, lebranchos, sardinas, algún sargo", apunta el señor.

"Aunque me dediqué al mundo de la agricultura, siempre iba de pesca por toda Gran Canaria junto a mi hermano, él si era un hombre de mar; pero esta siempre fue mi playa y nunca me he despegado de esta zona", relata Saavedra. Su familia llegó al Cono Sur de la capital a finales del siglo XIX desde Gáldar, "mi abuelo era la oveja negra de la familia, derrochaba mucho el dinero, por eso no le quedó otra que buscarse algo barato en San Cristóbal y dedicarse al mar", explica.

La Laja fue, y sigue siendo, la playa de los que viven en Hoya de la Plata o Pedro Hidalgo. Manuel Saavedra y María Mercedes Vega vivieron toda la vida en este último barrio. Hoy se acercan cada semana a las negras arenas cargados con la silla y el kit playero al hombro, en busca de un hueco entre los numerosos domingueros. Una estampa que se repite, aunque en los setenta la gente cruzaba corriendo la carretera del Sur sombrilla en mano. El bar de Doña Poli, en una de las casas, se convertía en el punto de escala antes de ir a Telde o el lugar para comprar todas las golosinas y los víveres de la playa.

En la década de los noventa, un pequeño quiosquero se instaló en las inmediaciones de la Torre de los Vientos. A falta del desaparecido bar de la ilustre señora, alguien tendría que dispensar el agua fresquita, los chicles boomer y los petas zetas. Para desgracia de muchos bañistas, el puesto desapareció con la última remodelación de la playa. "Ahora tenemos que ir hasta Hoya de la Plata para comprar cualquier cosa, es un fastidio", se queja Mercedes.

Andrés del Rosario también se crió en la barriada de chabolas. A finales de los sesenta el Estado le proporcionó a su familia una vivienda de protección oficial en el barrio de Escaleritas. Su padre no pudo soportar vivir lejos de su costa, por lo que entregó las llaves y edificó en lo alto del risco de Hoya de la Plata. La Laja tira mucho entre los que allí se criaron, al fin y al cabo, la familia de Andrés lleva generaciones dedicada al mar. "Mi abuelo trabajaba en la factoría de pescado que había donde hoy está el aparcamiento de tierra", recuerda.