La Provincia - Diario de Las Palmas

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La llamada de La Playa (1)

En el ocaso de su existencia, Amaranto, prohombre con distinguida casa en La Ciudad, ha decidido hacerse una quinta en este paraje habitado por pescadores, obreros portuarios y careneros

Amaranto Martínez de Escobar, en su casa de la playa de las Canteras a comienzos del siglo XX.

El sol de mediodía lo sumerge todo en una claridad feliz. El mar dispensa su sonrisa innumerable en las crestas de las olas, y el viento trae olor a algas podridas, acumuladas en la orilla tras las últimas borrascas. Amaranto levanta los brazos, inspira, los baja, expira. Repite el ejercicio con parsimonia mientras la brisa agita sus calzoncillos y su barba de dos puntas. Después, desciende con ímpetu del torreón, entra en su despacho, se sienta a la mesa y escribe:

Y brilla el mar como luciente espejo

Donde el cielo se mira y se engalana;

Y el sol naciente con sus rayos de oro

Lentejuelas de fuego desparrama:

Besan las ondas la amarilla arena

Y siento que a besar vienen mi alma.

No se le escapa a Amaranto que sus conciudadanos lo toman por lunático. ¿Cómo pudo ocurrírsele a tan esclarecido patricio construirse una casona en La Playa? ¿Cómo es que él, jurisconsulto de fama, miembro de las sociedades instructivas más ilustres, tribuno de gala oratoria llena de pensamientos elevados, ha decidido pasar sus días en este arenal desértico? Es verdad que hay otros humanos que habitan este paraje, pero se trata de pescadores, obreros portuarios y careneros para los que La Playa no es lugar de contemplación, sino de trabajo. Amaranto, en cambio, es un prohombre con una distinguida casa en La Ciudad. Y, así y todo, en el ocaso de su existencia, ha decidido hacerse esta quinta en La Playa. Y, además, se la ha construido sólo para mirarla.

Se acoda en la ventana de su despacho y se extasía con el espectáculo que se extiende ante sí. Le fascina la variedad de accidentes de La Playa: la extensa lengua de arena, el dique natural del Arrecife que queda cubierto con la pleamar, el Peñón? Le subyuga hasta el cable telegráfico que repta desde el mar y pasa junto a su casa. Lo mira y recuerda que, cuando era joven, se pensaba que el lecho del océano estaba vacío. Pero hace unos años, según leyó en un periódico, uno de estos cables fua alzado a la superficie para repararlo y, para asombro de los científicos, se comprobó que traía consigo formaciones de coral y estrellas de mar.

En verdad, ni siquiera el propio Amaranto acaba de explicarse del todo su furor por La Playa. Y ahora, mientras contempla cómo la corriente conduce la marea por la boca del Peñón, las aguas de la memoria le traen a flote el recuerdo de su descubrimiento: Participaba con otros notables en el trayecto de inauguración del tranvía a El Puerto. La comitiva hablaba con regocijo sobre lo que significaba esta colosal obra de ingeniería para la conquista del futuro y del tranvía como engranaje de esta marcha imparable. Amaranto, que sobresalía por su simpatía proverbial y su conversación amenísima, apenas musitó palabra. Antaño había abrazado con fervor el credo del Progreso, pero, a medida que envejecía, se incrementaban sus dudas sobre la capacidad de la humanidad para emanciparse a sí misma y, de vez en vez, la melancolía hacía presa en él. Tras apearse en la estación final y escuchar los discursos de las autoridades, el cortejo fue a observar el cable telegráfico que desde hacía unos años comunicaba La Isla con el exterior mediante el prodigio de la electricidad. Las berlinas atravesaron el breve trecho entre naciente y poniente y llegaron hasta la caseta de amarre. Todos escuchaban maravillados las explicaciones sobre la longitud de la línea, que llega a través del océano, pero nadie mostraba el menor interés por La Playa. Nadie, salvo Amaranto, que experimentó un trance hipnótico al verla. Sus ojos la recorrían febrilmente. Sentía que no era él, que otro se había apoderado de su cuerpo. Pasaron los días, pero de vez en vez, aquella extraña sensación lo atrapaba de nuevo y lo hacía regresar precipitadamente a La Playa, a permanecer largas horas en ella. Después venían temporadas de euforia, seguidas de otras de abatimiento en las que creía haber perdido la razón. Así hasta que, tras un feroz combate interior, resolvió hacerse la vivienda, junto al cable telegráfico.

Al anochecer, como acostumbra, Amaranto sube al torreón para ver La Playa a oscuras. Amén de las de las estrellas y la Luna, la única luz que puntea el panorama es la del Faro, que acompasa el ritmo de las olas mediante el retorno exacto de su haz intermitente. Mira esta luz, que no existía cuando él nació, y piensa que, cuando muera, seguirá balizando la noche marina. Luego se mete en la cama y se duerme. Sueña: Se viste. Se pone el pantalón, la camisa de seda blanca, el chaleco y la levita. Se anuda el corbatín y se calza los zapatos. Se cubre con un sombrero de ala corta y se atusa la barba ante el espejo. Toma el bastón. Sale de la casa, echa a andar junto al cable en dirección al mar. Se adentra en el agua. Camina durante días, siempre según el curso del hilo telegráfico, a través de arenales y simas rocosas mientras se cruza con cardúmenes de peces, medusas, tortugas, tiburones y otras criaturas marinas. Llega a lo más profundo del océano y, junto al cable, cubierto de corales y estrellas de mar, hay una figura: una forma de agua en el agua, que aparenta su misma edad y tiene una barba de dos puntas, como la suya. Va vestido como él. Amaranto se descubre cortésmente y su doble marino hace lo propio. Luego se despierta y, sobresaltado, se palpa el cuerpo. Se cerciora de que no es líquido.

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