Se habla, y mucho en estos días, de la rentabilidad de los Juegos Olímpicos y el legado que dejarán en Río de Janeiro. Lo cierto es que, salvo excepciones, este es un aspecto que se presta a una más que razonable duda.

Barcelona ’92 contribuyó, efectivamente, a revitalizar zonas de la ciudad que habían sido apartadas de las mejoras urbanísticas, algo parecido a lo que ocurrió ocho años más tarde en Sydney. En Londres, cuatro años después, el estadio de Stratford pasará ahora a sede de los partidos del West Ham. Pero pocos más ejemplos pueden rescatarse.

El temido ‘elefante blanco’, esa masa inútil de hormigón que los gobiernos de turno deben pagar con créditos, castigó duramente a Atenas. En Atlanta y Pekín, cientos de personas fueron desplazadas de sus comunidades para construir las instalaciones. Pero sí hubo ‘rentabilidad’ en esos Juegos.

En el caso de la ciudad de la Coca Cola, los generosos contratos acabaron en manos de grandes corporaciones. En China, el que salió ganando fue el régimen comunista, que proyectó al mundo la imagen que deseaba. Rentabilidades empresariales y políticas. ¿Y las sociales?

Los Juegos de Río podrían constituir un impulso para cercenar las desigualdades, un problema latente pese a los evidentes avances en Latinoamérica. No obstante, el momento político y social de Brasil dista mucho de ser el de 2009, cuando Lula se plantó ante los dirigentes del COI y, en su famoso discurso, les convenció para que eligieran a Río al mostrarles el único punto del planeta al que no había llegado la cita olímpica.

En un mar de protestas y descontentos, las dos semanas de competición fijarán la atención del mundo en la alegría de los brasileños, pero también deberían conformar un acicate para que el legado olímpico ayude a transformar Río de Janeiro.