No conocí a Elvis Costello a través de sus discos, sino por un prólogo que firmó para un libro de partituras del jazzista Charlie Mingus.

En unas bonitas líneas, aquel cantante de voz constipada y gafas de pasta, al que las enciclopedias del rock venían condenando al insulso capítulo de la new wave, mostraba una sensibilidad inusual para un rockero ante la difícil creación del autor de Pithecantropus Erectus. Acudí entonces a la música de Costello, pero encontré poco de lo intuido en el prólogo. Por contra, me topé de bruces con unos cuantos ejercicios de estilo y melodías amigables, canciones que parecían desmentir al diseccionador de Mingus.

Estábamos a mediados de los años ochenta, y desde entonces Costello no ha parado de ponerse trajes distintos, de desviarse de los caminos, hasta el punto de hacer del desvío su senda habitual. Consiguió rescatar de la abulia a Paul McCartney para dejar al menos una obra maestra, So like Candy; concibió un disco epistolar en comandita con el Brodsky Quartet; desempolvó todos los terciopelos junto a Burt Bacharach y sí, se atrevió finalmente a llevar al escenario la música de Mingus. Quien tanto arriesga no siempre sale bien parado, y en estos experimentos hay muchos aciertos y algún error. Pero es admirable la inquietud que impulsa a un tipo que consiguió su último gran éxito versionando excéntrico a Charles Aznavour.

Hay tantas cosas interesantes en la penúltima discografía de Costello, incluido un álbum de lecturas ajenas sobre canciones suyas semiolvidadas, con el mismísimo Chet Baker recitando Almost blue. Una de sus creaciones más bonitas, North, metaforiza en términos climatológicos y geográficos su relación sentimental con la glacial Diana Krall. Hasta tuvo el inspirado detalle de nombrar a una delicada canción All this useless beauty, toda esta inútil belleza. El mismo criterio riesgoso guía sus versiones de otros autores, llegando a hincarle el diente a Gloomy sunday, quizá la canción más triste de la historia de las canciones.

Alguien ha tenido la feliz idea de traernos a finales de este mes al Auditorio Alfredo Kraus a este artista que prefiere dejar guiar su carrera por el acaso, antes de ponerla en manos de la mercadotecnia. No sé qué sombrero estilístico se pondrá, pero yo, ante su música, me quitaré el mío.