Tienen -porque así los nacieron- negras las calaveras. Y aunque alguno muestra con exageración el sonrosado interior de la boca (quizás para convencer a los blancos de que ellos también son personas, o quizás por el rigor de la muerte), las ocho cabezas de los inmigrantes cierran o esconden los negros ojos de aquellos cuerpos de ennegrecidos brazos, negras piernas, muslos negros y dedos entre sonrosados y renegridos, quizás porque ya ni sienten después de una interminable quincena que los mantuvo aislados de pálpitos y sueños, de ilusiones y esperanzas.

Y es que en los últimos quince días dejaron de ser lo que soñaron y se convirtieron en simples piezas de macabros juegos en los cuales el negro es irremediablemente el perdedor, porque negros eran también los negros arrojados a las aguas de la mar, ansiosa otra vez de los cobros impuestos por los mundos capitalistas porque ya navegaban por espacios que llevan nombres de países blancos, civilizados, cunas de libertades y democracias para blancos.

De los ocho negros cuerpos de la foto de Carlos Fernández sólo dos no llegaron a tiempo de ocultar sus rostros, quizás porque aún pensaban en las mismas cadavéricas caras de aquellos que fueron servidos a los dioses en macabras ofrendas y que los arrojaron del cayuco, la cámara mortal cuando sus pálpitos dejaron de ser, cuando sus cuerpos negros pararon la vida que ya moría en ellos.

Uno a uno, como así se marca en el mundo de los perdedores, los muertos de vidas, hambre, frío, sed, abandonaron las elementales maderas que los mantenían a flote y salpicaron cuando se enfrentaron a su último destino, el que habían aceptado sin temores o pudores una vez sus negros cuerpos subieron a aquella barcaza-ataúd que ellos habían confundido con las mansiones flotantes que usan los blancos en África para sus merecidos descansos.

Aquellos ocho desgraciados no quisieron aceptar, con resignación cristiana, los destinos que ya les habían escrito desde antes de su propia concepción. No querían seguir siendo negros, esclavos de los blancos, mano de obra o de armas para las guerras que otros negros hacen en África en nombre de los intereses de los blancos, de los diamantes que lucen las mujeres de los blancos, las queridas de los blancos, las amantes de los negros que sirven a los blancos y les consiguen esclavos, jóvenes cuerpos de negros jóvenes a los que revientan en su tierra, en su África de los blancos europeos que se la robaron hace ya más de un siglo.

Seis de los negros, digo, esconden sus cabezas en un amasijo que va desde espaldas hasta entrepiernas, como si buscaran protección en el cuerpo a cuerpo o como si tuvieran necesidad de sentir el calor de los demás, la temperatura imprescindible para convencerlos de que aún están vivos, de que los arrojados por la borda no son ellos, ni serán mientras el cuerpo sienta el hálito vital de su compañero de tragedias.

El de la parte superior derecha, con camiseta quizás del Real Madrid, toca la mano de quien mantiene la boca abierta, no sé si en postrer despedida o en una invitación a que no pierda las esperanzas, pues acaba de oír voces de otros blancos que visten con cruces rojas, con verdes uniformes de esperanza, con mascarillas, y parece que no son malos, que les van a echar una mano, que los van a ayudar.

Pero los negros de abajo -aquellos infelices que acaban sus fuerzas y sus vidas entre los salitres y en el duro suelo de la barcaza- ya no están para aspavientos, para sueños o ilusiones, para vidas que los canarios gomeros y los guardias civiles les quieren recuperar inútilmente con abrazos de humanidad, con respiraciones asistidas que quieren impregnarles calor, vivacidad, creencias en que no todos los blancos son iguales?

Ellos, los negros cuerpos de aquellos ocho jóvenes que ocupan por última vez el mínimo espacio de la barcaza que les adelantó la muerte, no podrán darles las gracias, agradecer a los blancos que en Playa Santiago, Alajeró, los esperaban para fundirlos con abrazos de paz, de comprensión: los habían matado antes entre todos los que se benefician de las muertes ajenas, entre los blancos que vendieron las armas a los sátrapas de turno; entre los blancos que en nombre de sus empresas poseen las tierras y los esclavizan; entre los blancos que mantienen en el poder a quienes oprimen a sus paisanos; entre los blancos que necesitan esclavizadas manos de obra como las avasallaron desde que empezaron a vender los cuerpos de los negros para trabajos y sementales, allá desde los lejanos siglos?

Y mientras ellos morían, las delegaciones de los siete países más ricos del mundo engullían el almuerzo de diecinueve platos, diecinueve, de cuyos bordes habían conseguido borrar el negro fúnebre de los negros africanos que mueren, oh Dios, por un cacho de pan blanco y una nigérrima ilusión.