Antes de cumplir los treinta años ya está voluntariamente recluida en su casa. Su aislamiento ha sido paulatino en ese trecho que va de la calle y los viajes a su escritorio. Llega, entonces, el momento de sentarse a escribir vestida siempre de blanco, color de la pureza de la poesía, y de decirle por carta a una de sus amigas: "Cerrar los ojos es viajar. Las Estaciones lo entienden."

Cien de sus cartas han sido recientemente publicadas. En ellas habla una criatura deliciosa, amante de la vida. Una mujer franca, leal, generosa y con sentido del agradecimiento. Pese a sentirse con frecuencia "medianoche a mediodía", en sus textos se revela la ausencia de queja. Hablamos de la poeta del siglo XIX llamada Emily Dickinson, que adopta en ocasiones y de forma juguetona el nombre de Margarita en alusión a la flor común y sencilla.

La soledad es la estancia más apropiada para prescindir de las máscaras y entregarse a lo esencial: escuchar a sus duendes que le llegan por vía interna.

Le fascina la palabra, pero de ningún modo cree en su capacidad de traducir el mundo. Para ella la palabra empieza a vivir justo en el instante en que se pronuncia, porque es una herramienta para nombrar incluso lo innombrable. La realidad es, sin embargo, no sólo huidiza, sino también un misterio imposible de revelarse. De ahí que indague en el secreto que ocultan las cosas y su poesía persiga la búsqueda profunda: arrancar la máscara a la máscara hasta llegar a la última, la muerte contra la que se estrella todo lenguaje y conocimiento. Así escribe "Venir de un mundo que es ya conocido // a uno que es todavía incertidumbre". Y antes de estos versos: "No soy nadie. // ¿Y tú quién eres? // ¿Eres nadie también? // Entonces somos dos. // Cállatelo. Lo anunciarían. ¿Sabes?"