En la mesa de al lado un moreno le aseguraba a un pelirrojo que los loros sólo tenían un dueño.

-Como los perros -apuntó el pelirrojo.

-Fíate tú de los perros -añadió irónicamente el moreno.

-¿Qué pasa con los perros?

-No, nada.

-Dilo, qué pasa con los perros.

El interpelado hizo un gesto de duda, como si se preguntara si merecía la pena continuar o no. En esto llegó el camarero, al que pedí el gin tonic, el de media tarde, en vaso bajo y ancho, con hielo que no se derritiera al instante.

-Venga, qué pasa con los perros -insistió el pelirrojo.

-Pues que son muy pelotas, eso es lo que pasa. Los loros, en cambio, van a su bola. Ahora bien, si se les muere el dueño, cogen una depresión de caballo.

-Será una depresión de loro.

-Es un modo de hablar. De hecho, los caballos no se deprimen y los loros sí.

-¿Y en qué notas tú que se deprimen?

-En que se arrancan las plumas con desesperación, una a una, hasta quedarse en pelotas. Eso no me lo ha contado nadie, lo he visto yo en la casa de mis vecinos.

-Pues yo conozco un tipo que se arranca los pelos de las cejas y de las pestañas. Y no está deprimido.

-Perdona, pero estamos hablando de loros.

-Y de perros.

-A los perros los has sacado a colación tú.

-¿Es que yo no puedo proponer temas de conversación?

-Puedes proponer lo que quieras, pero si estamos a loros estamos a loros y los loros sólo tienen un dueño.

Los individuos se marcharon con la discusión a otra parte y entonces me trajeron el gin tonic, que me supo a plumas. Cuando no era porque los hielos se deshacían enseguida, era porque un par de locos me había aguado la fiesta. El caso es que el gin tonic no está a mi gusto jamás. Al volver a casa pasé por el escaparate de una pajarería donde había un loro arrancándose las plumas.