El destrozo económico que vive Europa resucita al rico para denominar a un grupo o a individuos que tienen que aportar más que otros a la hora de levantar la contabilidad nacional. En realidad, el debate sobre quiénes son está más en auge en España que en cualquier otro sitio, quizás por dos razones: siempre hemos trabajado mucho el perfil del rentista en la butaca del casino rodeado del humo de su puro, y también porque hay una afición tremenda a hacerse rico de la noche a la mañana, no sólo con los juegos de azar, que hay mucho de ello, sino con el pelotazo de turno. En todo caso, hay una corriente social que exige que los ricos sean más responsables en la tesitura de la crisis, y aporten más que los asalariados, los funcionarios y los pensionistas a las maltrechas arcas del Estado de Zapatero. En la labor de darles búsqueda en el jardín de los perfumes no faltan los que reclaman una vuelta de tornillo para los que ganan más de 80.000 euros al año, aunque tienen que ir todos los días a una oficina y cumplir jornadas que suelen acabar en calvicie o en irritaciones de la piel por los acelerones. Otros, en cambio, ponen la lanza en dirección a los que viven de un patrimonio inmobiliario, es decir, de unos alquileres que les permiten poseer más allá de la decencia, y que además accedieron a los mismos sin tener que liquidar el Impuesto de Sucesiones, extinguido en plena bonanza fiscal. No faltan los que reclaman afilar más la inspección con las fortunas perceptibles, de grandes apariencias, pero que consiguen que Hacienda les devuelva en su IRPF anual, sin que el resto de mortales entienda cómo lo hacen y cuáles son los trucos legales que posibilitan tal desahogo.

No se sabe si el equipo de Salgado tiene preparado algo a lo grande para acometer un plan de ajuste sobre los que ganan bastante dinero, pero trabajan como descosidos, dígase ejecutivos o catedráticos conferenciantes, o bien se va a centrar en los que no necesitan levantarse a las siete de la mañana para empezar la jornada en una oficina y llevarse una abultada nómina a casa. Podría ser, en lo que se refiere a la búsqueda, que por una vez las miradas se posen en los que encienden su portátil para conocer la cotización de los valores en la Bolsa. Una mañana que prosigue con la mota de polvo que cayó en un Picasso, con la compra de algún capricho desmesurado y con una visita al club para relajarse. A veces hay que salir de la torre de cristal y constatar que hay gente que vive así: hace varios días tuve la oportunidad de ver un programa televisivo de personas reales que se compraban un coche tremebundo, que derramaban dinero en la joyería a mansalva, que compraban zapatos por casi 1.000 euros, que viven en mansiones de una urbanización llena de todo tipo de seguridades, con restaurantes de facturas inasequibles, con colegios cuyos recibos son de susto, con la tertulia a la hora de la tarde mientras los niños hacen hípica sobre un césped recién cortado... ¿Son ricos? A lo mejor es que los técnicos de Economía necesitan ver este tipo de productos audiovisuales, de moda en la cadenas televisivas, para saber realmente a quién le corresponde apechugar más para superar el déficit público. Y después correspondería diseccionarlos para conocer hasta qué punto realizan una aportación determinante al tejido productivo, o sólo son especuladores llenos de impagos, con fortunas que buscan sedes paradisiacas, especialistas en desmontar empresas, expertos en liquidaciones, agentes dedicados con denuedo a escabullir la riqueza... En uno de los espacios, relativo a mujeres que sufren y gozan como ricas, el periodista preguntaba cómo se ganaban los garbanzos sus esposos: ninguna sabía dar una respuesta concluyente... Vaguedades, dedicaciones etéreas y entre ellas mucho aburrimiento calmado con masajes, pintura de uñas y horas de peluquería y gimnasio. Bastante insoportable todo ello.

La indefinición sobre el rico conlleva algo de complejidad económica, porque la ingeniería financiera da lugar a situaciones en las que uno puede vivir como un tipo sobrado de todo, y después no tener identidad fiscal alguna. Suele ocurrir cuando los inspectores se adentran en una maraña derivada de una supuesta corrupción, y sólo encuentran un modelo de coche de los años ochenta y un piso de clase media cargado de metacrilato y de figuras de Lladró. La sociedad, los asalariados, los pensionistas y los funcionarios desean, de manera frenética, que el Estado aplique sus dientes sobre las grandes fortunas, pero a veces sólo hay aire y un aparato legal que oculta rendimientos y titularidades. La reaparición en las versiones dispares de la economía actual del rico no deja de ser una antigualla, casi un concepto decimonónico cuya extinción parece imposible dado que no hay nada que lo sustituya. El Estado tiene ahora un problema gordo y semántico: quiere meterles mano, pero tiene la certeza que la calificación de ricos va a complicar a tope el cierre del asunto.