El caso Piedad vuelve al terreno de la Justicia. Un Juzgado de Familia de la capital grancanaria celebrará el miércoles próximo una vista oral para dilucidar si la niña de nombre ficticio Piedad, tristemente célebre por la interrupción de su proceso de preadopción en una familia de La Orotava para volver a los brazos de su madre biológica y de ellos a un centro de menores, se mantiene legalmente en situación de desamparo y, por tanto, bajo la tutela de la Comunidad Autónoma.

El juicio viene a coincidir en el tiempo con el afloramiento ante la opinión pública de un dato dramático: el hecho de que su madre biológica se haya convertido según su propio testimonio en una persona sin techo que ve pasar las horas entre los muros de la estación de guaguas de San Telmo, mientras la niña que alumbró hace nueve años crece, con asistencia material pero sin calor de familia, en un centro de acogida para menores desamparados de Gran Canaria.

Cuando parte de los protagonistas de este caso atraviesen el miércoles próximo la puerta del Juzgado de Familia, Piedad habrá cumplido 25 meses de esta nueva fase de internamiento en un centro tutelar. Allí fue a parar a iniciativa de Ángeles Suárez, su madre biológica, que primero decidió internarla de lunes a viernes alegando el interés educativo de la menor y después mantuvo un comportamiento errático que llevó a la Administración a restablecer una declaración de desamparo sobre la menor.

Entre tanto, la madre preadoptiva de Piedad en La Orotava, Soledad Perera, ha fracasado en el intento de restablecer siquiera una comunicación mínima con la niña que fue su hija por designio administrativo durante dos años, a la que ni siquiera le han permitido ver desde la distancia.

Humanamente es difícil concebir una cadena de desatinos como los que se acumulan sucesivamente en la montaña de legajos judiciales y administrativos que ha dado de sí el caso Piedad, una secuencia que, como relata desde hoy este periódico en un serial sobre la historia de esta niña, arranca cuando su madre biológica, Ángeles Suárez, concibe y gesta al bebé Piedad en un barranco de Guanarteme, donde vivía en una chabola con otros sin techo.

Nadie tiene derecho a juzgar la vida de Ángeles Suárez, una mujer golpeada desde su niñez por avatares dramáticos, que ha malvivido casi cincuenta años en medio de la pobreza, alguna tragedia personal y, sobre todo, su incapacidad para desarrollar habilidades sociales muy elementales, entre ellas la de hacerse cargo de un trabajo y una casa para sostener a su hija. Los servicios de asistencia pública pusieron todos los medios a su alcance cuando la Justicia decidió devolver a la niña a los brazos de su madre biológica.

Casa, trabajo, asistencia, dinero. Nada le faltó a Ángeles Suárez, que, sin embargo, naufragó en la tarea de normalizar la vida de la niña, a cuya custodia renunció voluntariamente de manera temporal cuando volvió a dejarla en régimen de internado en un centro de menores.

Quienes conocen los detalles del caso ven en esa nueva fase de internamiento la demostración definitiva de que Suárez no está en condiciones de hacerse cargo de su hija y que ha desarrollado además una adicción a la asistencia social que situaría a la menor en el eje de la reclamación de ayudas públicas por parte de su madre.

En tales condiciones, la Justicia se enfrenta ahora, acaso por incomprensibles errores del pasado, a otro inquietante reto de la ya larga cadena de decisiones sobre Piedad: decidir si revoca o no la declaración de desamparo de la niña, recurrida por su madre biológica para recuperar su tutela. Ni siquiera a la vista de su descarriada trayectoria tiene derecho nadie a sentenciar sobre la vida personal de Ángeles Suárez.

Pero la sociedad, y sobre todo Piedad, sí tienen derecho a exigir que se prime de una vez el interés superior del menor y se ponga coto a este largo desatino que ha convertido a Piedad en rehén solitario de un laberinto kafkiano.