S i han seguido la pista Julian Assange, el creador de Wikileaks, la web que ataca sin compasión los secretos de Estado, se habrán dado cuenta de que está revestido por la necesidad de 'montar algo' para la Historia. Su papel de receptor y divulgador de las filtraciones sobre acciones en los conflictos de Afganistán, Irak, y ahora con lo ocurrido entre bastidores en las embajadas, sitúa al personaje, que se hace llamar "periodista activista", en la tradición de la mejor crítica al "imperialismo yanqui". El comunicólogo Herbert I. Schiller fue uno de los grandes a la hora de denunciar las injerencias de EE UU en otras naciones a través de su conglomerado industrial (armamentístico) y cultural. Hubo un tiempo en que la izquierda posfranquista que rechazaba la entrada en la OTAN abanderaba un discurso antiimperialista, contrario a una política exterior americana que secaba todo lo que tocaba. La realpolitik acabó con la esperanza de un mundo sin la gobernanza del Tío Sam. El sabueso de Wikileaks sostiene en el ambiente la culpa histórica de la política exterior de los EE UU, y además se considera la persona predestinada para demostrarlo. La misión tiene un añadido que la hace impresionante: Assange está dispuesto a cambiar el ritmo del mundo, y por tanto su identidad tiene mucho que ver con otros de su generación (o más jóvenes) que han encontrado en el ciberespacio el canal para poner todo al revés. Tanto es así que los medios tradicionales, las grandes cabeceras de referencia de la prensa escrita, han tenido que negociar con él, y renunciar a una ética que daba por no aconsejable utilizar un material que ponía en vilo la seguridad del Estado. Para Assange no existe el secreto, ni el empresarial ni el político. La aparición pública de ciertos papeles (los que crean riesgo para la vida o para los gobiernos han sido censurados) no sólo tritura la estrategia (a veces absurda) del espionaje de décadas, sino que nadie sabe cuál va a ser el guión a seguir de ahora en adelante.