L a vida tiene mucho que ver con la creación artística. Suele ocurrir que la explicación a muchos movimientos claves vinculados a un libro, a una poesía, a un cuadro o a una partitura musical están relacionados con lo más eminentemente humano. El afán revisionista nos lleva a enredar la madeja y a desatar conjeturas más o menos improbables que, en la mayoría de las ocasiones, no pasan de ahí. Quizás todo sea más simple. Esta semana que acabó desplegó con toda su fuerza uno de esos episodios humanos que varía el discurrir del análisis histórico-literario, protagonizado por la venta en los años sesenta del pasado siglo de un manuscrito de Lorca por José María Millares Sall, Premio Nacional de Poesía 2010. ¿Qué puede aportar el descubrimiento de la transacción por 5.000 pesetas de Nueva York: Oficina y denuncia? Es cierto que dicho poema había aparecido ya en 1931 en Revista de Occidente (dedicado a Fernando Vela), y que ahí pueda residir la razón objetiva por la que el autor de Liverpool obviase publicarlo en su revista (y de su hermano Agustín) Planas de Poesía antes de vendérselo al profesor judío Schraibman. La decisión impidió conocer otra versión de Oficina y denuncia, pues como señala Maurer, el hispanista que encuentra el autógrafo en Washington, introduce correcciones que hasta ahora eran inéditas. Otro debate podría estar en la legitimidad o no del crítico para publicitar las entrañas de la creación del poema. ¿No forma parte de la intimidad del autor?, se le podría preguntar a las ansias lorquianas.

Pero más que el aspecto metaliterario interesa (o me interesa) subrayar que el hallazgo de la compraventa nos entrega, como decía al principio, a la vida: José María, en los sesenta, es un poeta que se desprende de un texto revolucionario para afrontar las necesidades. Y precisamente él le cuenta su episodio (oculto hasta 2007) a Lázaro Santana sorprendido por el vertiginoso cambio del mundo, pues sus sobrinos, hijos de Agustín, ponen a la venta otro manuscrito, Crucifixión, por miles y miles de euros. Él no iba a una subasta; él intentaba salir para adelante, y de hecho, el comprador, Schraibman, quintuplicaba las 5.000 pesetas en la casa Hamilton, donde, finalmente, el original caía en manos de la erudición (no de las necesidades acuciantes) e iba a parar al archivo de un musicólogo. Claro, nada de esto tuvo que ver con otro de los personajes clave: Miguel Benítez Inglott, el amigo canario de Lorca que guardó los manuscritos y se los regaló en los años 50 a los Millares. El abogado y músico era un idealista, un heredero del desprendimiento que había tenido Lorca con él. Quedará en Planas, que se bate el cobre en los años de la cultura del posfranquismo, pensaría el isleño, cuya envergadura e influencia en el entorno de Lorca empieza a salir a la luz.

Tenemos la trascendencia de la colección Planas (tratada de manera exquisita en su reedición de 1994 por Andrés Sánchez Robayna), pero es verdad que son los actos humanos, los deslizamientos hacia la vida, los que disparan aún más la fuerza de la creación artística. El hallazgo en la Biblioteca del Congreso de Washington y el descubrimiento de la venta del manuscrito literario en Las Palmas de Gran Canaria, en los sesenta, nos ponen una vez más ante el maravilloso mapa del lugar del Archipiélago en el mundo. Estas vicisitudes, arrancadas poco a poco del calendario de las décadas y décadas, nos arrastran a exaltar (hay que decirlo así) nuestra paciente lejanía que acaba influyendo en el acontecimiento. El olvido es la materia que agita el horno del tiempo actual, y a veces es necesario saquear su oscuro negro antes de que se apague.