La crisis del campamento en El Aaiún fue, por lo menos a efectos de calendario, una especie de señal de que el malestar económico, traducido a inquietud social (y no necesariamente vinculado a la crisis global, pero sí enmarcado en ésta) había llegado al Magreb. Esta fue la lectura que hizo el gobierno marroquí, que desde el primer momento quitó trascendencia política al asunto y destacó la manipulación que efectuaban, desde fuera, los amigos del Polisario y, en especial, el régimen argelino. Pero el desalojo de las jaimas, su incendio y los disturbios de protesta producidos en la capital del Sahara Occidental adquirieron de inmediato dimensión revolucionaria y una enorme trascendencia mediática. Los cientos de desaparecidos y las docenas de muertos de las intoxicaciones informativas quedaron reducidos a dos saharauis fallecidos y unas docenas magullados o heridos de diversa consideración; en cambio, fuentes independientes acreditaron que habían sido asesinados unos diez policías, degollados.

Mientras una comisión parlamentaria de Rabat concluía sus investigaciones y se achacaba la situación en la ex colonia española a la corrupción y al clientelismo en la población indígena y a la incompetencia del gobernador, las revueltas populares se extendieron por Argelia y Túnez. El binomio crisis económica-corrupción de las élites estalló en las calles. En ambos países la represión fue brutal: numerosos muertos y un número aún sin concretar de detenidos.

Los papeles de Wikileaks demuestran la calidad de la diplomacia norteamericana: los dos casos habían sido analizados por los embajadores, que pusieron por escrito sus temores acerca de las repercusiones de la gravedad de la corrupción, tanto en Argel, alrededor de la familia de Buteflika y sus allegados, como en Túnez bajo Ben Alí y su ambiciosa esposa. Estas dictaduras lo son con carácter absoluto: a diferencia de Marruecos, uno de los sistemas más plurales y abiertos en el entorno africano, aunque no sea una democracia a la occidental y tenga que poner más empeño en la erradicación de la corrupción sistémica, estos dos países de la ribera mediterránea han sido estados policiaco-militares regidos por una casta autoritaria y endogámica. Ni la prensa, ni los partidos, ni los sindicatos, ni el mercado, se acercan a los niveles alcanzados en Marruecos. Con otra sustancial diferencia: mientras Argel y Túnez mantenían el cerrojo, Rabat ponía en marcha una comisión de la memoria, indemnizando a represaliados de los años de plomo de Hassan II, y avanzaba hacia una descentralización autonómica, todavía llena de incertidumbres.

El derrocamiento de Ben Alí por el ejército, tras la presión de la gente echada a la calle, puede ser un paso desestabilizador para Argelia. Si se consolida el proceso y hay elecciones libres, Buteflika quedará rodeado: a un lado, Marruecos, que sigue un camino de apertura y autonomía, de renovación generacional y de creación de engranajes contra la corrupción; y de otro, Túnez. Justo lo contrario de lo que ha sido la estrategia argelina de encerrar a Marruecos por el flanco oriental -donde ha colocado en Tinduf a la organización polisaria- y por el sur por una Mauritania inestable, coladero de fanáticos radicales, que en la práctica corre el riesgo de ser un Estado fallido.

Pero de estas crisis aún Marruecos debe aprender una lección: su nerviosismo, y ciertos tics del pasado, pusieron en peligro sus fructíferas relaciones con España y la Unión Europea, afectando negativamente a su imagen internacional y a su confiabilidad como aliado. Sin olvidar que atraviesa un delicado proceso de transición, con ciertos elementos de refundación, el timón no puede dar bandazos, sobre todo en una tormenta. Un corrimiento de la carga puede acabar en naufragio.