Me aburre sobremanera escribir sobre Tindaya y la posibilidad de que algún día se lleve a cabo. Creo que no tengo la exclusiva del hastío ante el monumento de Fuerteventura: yo tuve la suerte de hablar con Chillida, de entrevistarlo sobre la idea, en el principio del principio. Y tuve la desgracia, como muchos isleños, de contemplar sin remedio la conversión del espíritu artístico en negocio y corrupción. El escenario palanganero que le ofrecimos al creador vasco le supuso una depresión, silueteada por la constatación de que la inocencia se la meriendan los tiburones con lo que haga falta. Establecido el principio de que la operación artística y mercantil (concursos, sentencias, evaporaciones millonarias...) fracasó, sólo cabe entender la vuelta al proyecto, con Chillida muerto, desde una supuesta solvencia empresarial para el bienestar majorero, o una manera de curar la mala conciencia ante los herederos del artista. No tengo ni la menor idea de cuál es la finalidad del boca a boca que se le aplica ahora al objeto artístico.

Vuelvo al origen. Eran los noventa y un arquitecto nunca bien ponderado por el sistema, José Miguel Alonso Fernández-Aceytuno, muerto en plena ebullición, realizaba, junto a su colaboradora Jovanka Vaccari, trabajos de planeamiento en el campo de Fuerteventura. Chillida, por su parte, buscaba una montaña, una montaña mágica, que pudiese albergar su teoría sobre el espacio, su obsesión sobre el vacío, la conclusión de que el aire podía alcanzar la condición de transitable... El paisajista grancanario le hizo llegar al escultor que allí, en Tindaya, había una montaña que podía ser definitiva para su carrera. Así fue como una pequeña comitiva no dimos cita en el secano del Llano de Esquinzo, en el municipio de La Oliva, para ver qué pensaba Chillida de una altura que, según la arqueología, había sido simbólica para los antiguos habitantes de la isla por sus grabados rupestres. El artista, que iba acompañado de su esposa (no recuerdo si formaba parte del grupo el ingeniero José Antonio Fernández Ordóñez), mostró enseguida un entusiasmo pletórico, radiante, por la disposición de la montaña. El informe final es que el creador se ponía en manos de los técnicos y de la gestión urbanística para ver si era posible o no excavar y horadar un enorme cubo. Es verdad, como arguye su hijo Luis, que su padre y Fernández Ordóñez dejaron meridianamente claro el propósito: se hizo un catálogo con un texto de Kosme de Barañano, con recreaciones del espacio, y se montó en Fuerteventura una exposición con maquetas.

Vuelvo al origen. Chillida, impresionado por la fuerza catártica de la tierra isleña, desgranó un perfil imaginado de su acontecimiento artístico, muy equidistante al bullicio extraordinario que llegó después. Quizás pueda ser útil para los que ahora vuelven con una tercera o cuarta parte del episodio de Tindaya, y hasta necesario para ver si es posible respetar su filosofía en una coyuntura muy caldeada por la crisis. El artista sólo hablaba de un camino para llegar a la cima; de una línea de acceso monástica, unida, emparejada con el cielo y con la luz de la Isla; una mística que no podía destruir las aglomeraciones, las grandes plataformas de transporte y ocio destinadas a acoger riadas de turistas; un monumento que enlazase con el poder religioso que la montaña tenía para los antiguos habitantes del Llano de Esquinzo; una estructura que no fuese perceptible desde el exterior; un aislamiento capaz de parar el mundo nada más penetrar en su interior; la intensidad de la naturaleza frente a la pequeñez del hombre... ¿Vale la pena hacerlo sin todo ello? ¿Somos capaces de garantizar un 'no' a Las Vegas?