La tecnología parece cambiarlo todo, pero el patrón antropológico no lo ha hecho desde milenios, y todavía grandes movimientos sociales arrancan de un sacrificio humano, que actúa como desencadenante y como símbolo. En Túnez fue un joven que se quemó a lo bonzo, en Egipto un bloguero al que la policía mató de una paliza; son muertes distintas, la primera aureolada por la voluntariedad, la segunda por la brutalidad y la desproporción, pero lo común a ambas es su virtud para catalizar un sentimiento colectivo, articularlo en voluntad y blindarlo frente al desánimo. Esa potencialidad de conmoción masiva del sacrificio humano, aunque parezca primitiva y brutal, es el soporte último de la libertad y los derechos personales, cuya cotización descansa, como última referencia de precio (igual que el patrón-oro, cuando lo había), en el valor superior que asignamos a la vida del individuo.