La excepcional mejora de las expectativas turísticas que ha abierto a Canarias la inestabilidad política en destinos competidores como Egipto o Túnez puede convertirse en un espejismo coyuntural de corto recorrido si instituciones públicas y empresas privadas no acaban, de una vez, de tomar nota de que el éxito del Archipiélago no puede permanecer al albur de circunstancias sociales o naturales que escapan por completo al control de las Islas y sí, en cambio, de un compromiso firme por la calidad y la renovación que no se quede en un catálogo de buenos propósitos. Se trata de un desafío apuntado estos días por el presidente canario, Paulino Rivero, y apuntalado en clave de advertencia constructiva por empresarios y cadenas de primera línea, como Theo Gerlach (Seaside Hotels), Eustasio López (Lopesan) y Juan Miguel Sanjuán (Sheraton Salobre).

En un lenguaje que no deja de ser ajeno al contexto preelectoral, Rivero apeló a la retórica poética para avanzar que en Canarias se apunta un "amanecer económico" por las buenas perspectivas turísticas, pero lanzó un aviso al mismo tiempo para advertir a los operadores del sector que "las torpezas de unos y de otros" darán al traste con las expectativas si alguien cae en la tentación de entregarse al cuento de la lechera y olvidar que el futuro se escribe hoy. Mucho más allá van los empresarios que gestionan hoteles de gran lujo en el Sur, cuando advierten que Canarias no puede contentarse únicamente con un turismo barato de escaso poder adquisitivo y que no puede mantener una suerte de renuncia permanente a fidelizar a clientes que buscan servicios óptimos aún a costa de gastar 400 euros diarios.

Pero la miopía histórica que padecen algunos representantes públicos, y singularmente los que gestionan el primer municipio turístico de Canarias y uno de los primeros de España, San Bartolomé de Tirajana, no invita por el momento precisamente al optimismo. Y eso sin llegar ni siquiera a debatir los grandes ejes del futuro y la necesidad de una voluntad de anticipación, sino incluso en los niveles más elementales de la discusión, como el tipo de servicios básicos que han de encontrar los clientes de mayor capacidad adquisitiva en el principal tesoro de Gran Canaria, esto es, sus playas, que, más allá de los golpes que asesta a veces la meteorología, languidecen desde hace años por culpa de un estado de cochambre que daña la reputación turística con más ferocidad que las peores inclemencias del tiempo: desde hamacas con lonas tan vergonzosamente desgastadas y sucias que el usuario puede llegar a temer alguna patología de la piel si se decide a usarlas hasta calles y paseos donde el mero intento de recorrerlos es empeño desagradable o hasta temerario en virtud del desprecio al peatón en beneficio del coche o el abandono del mantenimiento más elemental, que llena los itinerarios de losetas rotas, cables al aire, sumideros malolientes, charcas que son el paraíso del mosquito o agujeros donde tropezar.

En ese contexto, se producen polémicas con tintes ciertamente surrealistas cuando, a la petición de los empresarios de que determinadas zonas de playa dispongan de servicios de alto nivel, como hamacas con colchoneta o servicio de camareros, el Ayuntamiento responde a golpe de cortoplacismo: nada de servicios distintivos, titularidad exclusivamente pública, un concurso de gestión de sólo un año de duración y, lo que es mucho peor, meses de espera para sustituir las bochornosas hamacas. Que tal vez llegarán cuando los turistas desviados hacia Canarias desde la ribera mediterránea lleven ya meses en casa tras sus vacaciones de este invierno. Es decir, pura visión de futuro.