Celebro haber nacido en la era de la imprenta bajo la cual se ha deslizado mi existencia. A ella le debo el viaje que va de la escuela a esa habitación propia en cuyo seno me relaciono amorosamente con los libros. Sin estos mi vida, tal y como la concibo, carecería de sentido. Celebro poder rodearme de paredes vestidas de literatura, extraer un libro de los estantes, tocar su lomo, acariciar sus páginas para enseguida maltratarlas, subrayando en ellas o doblando su extremo superior cada vez que deseo marcarlas. Un modo de digerir letras, línea a línea, mientras fabulo y me vuelvo ficticia.

Celebro también este momento histórico en que, a ritmo acelerado, se ha abierto paso la era digital sin despedir a los libros. Sin embargo, me pregunto si no incurrimos en un romanticismo trasnochado quienes nos aferramos a la existencia de los libros tal y como los conocemos. Planteado el interrogante desde otra perspectiva, cuestiono la capacidad de la sociedad civil de frenar un proceso en marcha que redundará, inevitablemente y de forma definitiva, en un cambio de paradigma. Por tanto, habría que proyectar antes cómo defender la cultura en general y la literatura en particular bajo el modelo de las nuevas tecnologías. Tal defensa incluye combatir su vulgarización o banalización en el marco de una Red de libre acceso, teledirigida por el mercado bajo nuevas formas de ánimo de lucro. Se trata de denunciar la conversión de la cultura y, en concreto, de la literatura, en una mercancía más, reduciéndosela a objeto de consumo y valorándosela por la cifra que representa en el producto interior bruto.

Más que el posible cambio de envase de la literatura, preocupa salvaguardar su esencia. Como punto de partida, es cuestión de oponer la calidad del contenido al afán mercantil de vender el máximo número posible de libros. A partir de ahí, someter el lado negro de la era digital a la crítica antes de que esta se vea tan caricaturescamente superada por la realidad que ya no nos molestemos en ejercerla.