Con la privatización de AENA se puede estar de acuerdo o no; pero aparte de los problemas estrictos de la gestión, que puede ser buena, regular o mala, suele coincidirse en que no hay necesidad de modificar lo que funciona correctamente. Tampoco puede afirmarse que las empresas privadas sean garantía de eficiencia: basta con mirar alrededor y sacar conclusiones de la crisis. A muchos paí- ses les ha salvado, por el contrario, su intervención en el tejido industrial o financiero, bien sea por la participación directa, en la propiedad o en el accionariado, o a través de leyes de cogestión. ¿Casos? Los de Francia, Alemania, Italia... con un fuerte sector público. Los nervios son malos consejeros, y el gobierno español da la impresión de que en ocasiones es más papista que el papa.

La necesidad táctica de calmar a los mercados para neutralizar sus operaciones de desestabilización de la moneda o de apoyo al tiburoneo de la deuda soberana no implica que haya que rendirse con armas y bagajes; y, en caso de que haya que rendirse, no más de lo estrictamente necesario. Sobre todo porque la enfermedad ni tiene un solo diagnóstico ni una sola alternativa: hay varias medidas posibles. El presidente Obama y un sector de los premios Nobel optan por un keyne-sianismo adaptado al momento: que el Estado tire de la economía, huyen-do de todo lo que signifique recortes innecesarios que retraigan el consumo y por lo tanto la fabricación y su espiral laboral. Pero en Europa el seguidismo anacrónico del catecismo del FMI y el Banco Mundial -miope e incapaz ante la hecatombe- exige sacrificios casi místicos en especial a las economías más débiles, en vez de adoptar firmes medidas coercitivas contra los ataques especuladores. Las denuncias presentadas por varias organizaciones contra las oscuras agencias de calificación es un paso en la dirección correcta... según la doctrina de la disuasión.

Los trabajadores de AENA, pues, consideran que tienen razones sobradas de presente y futuro para ir a la huelga. Pero esta arma poderosa no debe emplearse irresponsablemente. Hay que minimizar los daños colaterales que signifiquen graves agresiones contra el derecho de los demás ciudadanos e intereses. Hay experiencia de sobra en una especie de borrachera que suele afectar a los sindicatos en proporción directa a su corporativismo y que tiene siempre una reacción contraproducente. La manía por fastidiar a mayores, sin tener en cuenta los efectos secundarios sobre el resto de los ciudadanos, suele acabar como los tiros que salen por la culata.

Desde la Transición se han tenido que soportar ciertas huelgas que afectan innecesariamente al interés nacional, huelgas para joder; y de hecho ha habido acercamientos entre los partidos para acometer una regulación de las actuales lagunas.

La economía española depende del turismo; esta es su principal fortaleza, pero también su principal debilidad. Por eso el gobierno tuvo que militarizar el espacio aéreo cuando los controladores lanzaron un paro salvaje que provocó un daño irreparable. Ahora los trabajadores de AENA quieren ir a la huelga; nada que objetar. Pueden hacerlo. Pero anunciar antes de que se hayan agotado las vías de negociación que se va a declarar en Semana Santa es más que una estupidez: es una irresponsabilidad cuyo solo anuncio ya ha producido daños. Llevar a término la amenaza en esas fechas sería, naturalmente, peor. Quizás si llega esa situación la gente comience a preguntarse si, al menos, la privatización, que implicaría la entrada en el mercado de nuevos operadores, no podría aportar más estabilidad y acabar con la maldición de que todas las vacaciones estén siempre amenazadas por los intereses y caprichos de los trabajadores aeronáuticos, y de que el principal motor económico español, del que depende la economía nacional, esté sujeto periódicamente a baladronadas y chantajes.