A veces entre el calor del debate, la defensa de las íntimas convicciones, unas gotas de ofuscación y otras de miedo a lo desconocido, se pierde el norte en medio de la nube. Vamos a ver: la catástrofe que está sufriendo Japón ha sido consecuencia de un terremoto ocasionado por el encuentro de dos placas tectónicas que se están solapando justo en una falla en la que están situadas esas islas. Pero el terremoto propiamente dicho apenas ha tenido consecuencias. Los japoneses conviven con los seísmos desde su más remota antigüedad, y las edificaciones, y hasta los caracteres personales, son a prueba de movimientos sísmicos. Hemos visto por televisión y en directo, narrado por heroicos reporteros, como en el agujero del donut de Tokio se producía el baile de los rascacielos. Los gigantescos edificios se movían, de forma que parecía sincronizada mientras sus cimientos absorbían y aliviaban la presión que les llegaba de abajo.

Lo que ha tenido un efecto destructor de alcance apocalíptico ha sido el maremoto o tsunami que, en determinados puntos del litoral, llegó hasta cinco kilómetros tierra adentro. Pero su empuje destructivo tampoco es lineal: arrasó con naves industriales y pequeñas edificaciones, convirtió aviones en barquitos de papel, pero no dañó el edificio terminal ni los fingers del aeropuerto. Los daños económicos han sido tan cuantiosos -los edificios han resistido bien estructuralmente, pero ha habido enormes daños en fachadas, decoración, comercios...- que los expertos hablan ya de una economía de guerra y de la necesidad de un Plan Marshall internacional que venga en ayuda de un país que ya soportaba una larga crisis económica, iniciada a mediados de los años 90. Por supuesto, podría haber sido mucho peor. De hecho, en muchos países no desarrollados o subdesarrollados, sucesos similares han dejado cientos de miles de muertos y ciudades convertidas en solares y escombros. Aparte del baile de los rascacielos, un dato: los árboles viejos en Tokio están amarrados al suelo, para no perderlos; el cableado eléctrico y telefónico cuelga en postes de madera, como en la España de hace veinte o cuarenta años, pero no por ahorro sino porque si fueran enterrados su arreglo sería mucho más difícil.

En medio de todo este drama hay un problema añadido: el de una instalación de 40 años de edad -como la de Garoña- en la que no funcionó el protocolo y tiene serios problemas. Fukushima ha suscitado de inmediato un resurgimiento de la oposición frontal a la energía atómica, trascendiendo del tema concreto: un accidente producido por un fenómeno natural de alcance gigantesco difícilmente extrapolable. Pero se ha hablado de Chernóbil y de otros accidentes que, como su propio nombre indica, han sido accidentales. ¿Cuántos muertos y cuántos enfermos ha producido la energía nuclear en los últimos cuarenta años, y cuántos el humo de los coches? Cada año mueren en el mundo más personas aquejadas de enfermedades derivadas de la contaminación que todos los fallecimientos por radiación. La conclusión que hay que obtener de la anciana central de Fukushima no es que haya que cerrar todas las centrales ni que haya que olvidarse apresuradamente del aprovechamiento del átomo para fines energéticos sino que hay que sustituir a las envejecidas y mejorar a las más modernas a la luz de las experiencias y de los avances tecnológicos. Por eso, y a pesar del interés de las empresas del ramo -en EE UU este debate ha llegado al cine- es más sensato construir centrales que alargar la vida de las viejas. A veces los gobiernos -como el español- optan por la prórroga porque el coste de imagen es menor que si se construye una nueva. Quizás este percance termine siendo más grave de lo que es ya; pero en cualquier caso, lo sensato es esperar al desenlace y actuar en consecuencia, con arreglo a las leyes de la lógica, que siempre es prudente, y de la estadística, que siempre es real.