Mientras los japoneses reaccionan con serenidad y disciplina ante su catástrofe, aquí debatimos a gritos sobre ella. Unos se empeñan en sembrar la alarma que no siembra el gobierno nipón, poco amante del dramatismo, y otros le quitan decibelios al asunto. Todo depende del catecismo ideológico de cada cual, la realidad es lo de menos. La crisis nos convirtió en doctores en economía, y el accidente de Fukushima ha producido en unos pocos días un elevadísimo número de expertos en física nuclear. Cualquiera se permite pontificar ahora sobre el asunto. Mejor sería que se nos pegara algo del aplomo y la sobriedad del pueblo japonés, pero a nosotros nos va más la bulla, el maniqueísmo y la desmesura.

Las catástrofes tienen su propio ceremonial, en las democracias. Según el guión habitual, después de los hechos aparecen los políticos anunciando revisiones técnicas y propósitos de enmienda, aunque no vengan a cuento. El énfasis dependerá de la proximidad de las urnas. El tiempo se encargará de disolver después estos buenos deseos, y así hasta el próximo desastre. Los políticos han de compatibilizar las respuestas emotivas del corto plazo, tan volátiles como los sentimientos, con la tozuda persistencia de la realidad. Pero el resto de los votantes no somos mejores que ellos, ni menos cínicos en la mayoría de los casos. Los aviones también se caen, pero a pesar de todo queremos seguir volando. Y buena se armaría si el gobierno anunciara apagones de luz todas las noches para poder desconectar las centrales nucleares. Queremos seguridad, pero sólo unos pocos nostálgicos de la tercera edad estaríamos dispuestos a volver a la belle époque, cuando los coches circulaban a veinte por hora. Y cuando nada se sabía de la energía nuclear, más allá de las teorías de un joven llamado Einstein o del involuntario suicidio del matrimonio Curie. Pierre y Marie solían llevar en los bolsillos un trocito de uranio procedente de su laboratorio, fascinados por sus propiedades fosforescentes, sin saber que se estaban contaminando con la radiactividad.

La muerte merece consideraciones distintas según su naturaleza. Los automóviles provocan cada año un millón de muertos y cincuenta millones de heridos en todo el planeta, pero son defunciones que se producen por goteo, sin esa apabullante imagen de la hecatombe colectiva. Hay quienes las consideran como muertes "productivas": gracias a ellas se venden nuevos vehículos y constituyen un estímulo para la potente industria funeraria. Pero a ningún gobierno se le ocurriría imponer medidas drásticas para evitar tantos accidentes, ni menos aun para disminuir la contaminación, porque lo pagaría carísimo en las urnas, y antes muertas que sencillas, y nunca mejor dicho. Tampoco se visualiza lo mismo una defunción por cáncer, esa "larga enfermedad" que dicen las necrológicas para evitar el término, que otra debida a un fallo cardiaco, que suele tener mejor prensa. La muerte nuclear lleva el estigma del Apocalipsis, referencia cristiana que ni los más ateos han podido evitar estos días. Y su impacto mediático es enorme, al margen del número de afectados. En el caso japonés, los sucesos de Fukushima han relegado a un segundo plano a las diecisiete mil personas que suman los muertos y desaparecidos por los terremotos y los tsunamis.

A excepción de lo que pudiera suceder en Japón, los accidentes en las centrales nucleares no han batido de momento ningún récord. Hablando de muertes tecnológicas, automóviles y aviones la superan con mucho. Ahora nos parecen artefactos de lo más habitual, pero a principios del siglo pasado la desconfianza hacia ellos no era menor que la que hoy en día puedan merecer las centrales nucleares. La contaminación nuclear se asocia inconscientemente con el fin de los días, como un castigo divino a la osadía del hombre por suplantar al demiurgo, al transformar la materia en energía. En la selva, los animales se devoran los unos a los otros, siguiendo los códigos para la supervivencia de las especies. En el mundo civilizado no nos comemos a mordiscos, aunque ganas no falten a veces, pero la diñamos como necios víctimas de nuestros propios inventos.