E l Docomomo Ibérico (1925-1965), la biblia sobre la arquitectura racionalista en España y Portugal, incluye como joya ejemplar el edificio del Cabildo Insular de Gran Canaria de Miguel Martín-Fernández de la Torre, de la década de los treinta del pasado siglo. La referencia del inmueble en el documento se hace eco de la intervención a la que se le va a someter a partir de un proyecto de Alejandro de la Sota (que murió antes de la primera piedra), y que va a consistir en una ampliación con dos edificios (uno de uso cultural que da a Bravo Murillo) y otro administrativo (que da a Pérez Galdós y a Buenos Aires). Ambas realidades quedarán "adosadas" , recoge el Docomomo, a la pieza original, que debe mantener el liderazgo (añado yo) frente a las intromisiones que dan respuesta a nuevas necesidades administrativas. El resultado final de la recomposición de la esquina arquitectónica no ha sido de incorporación, sino más bien de fusión. El tratamiento de la fachada evapora la autoría de Miguel Martín, y ha faltado autoridad estética para evitar que los dos elementos del siglo XXI, con sus ínfulas de triunfalismo burocrático (o de tecnopolítica con dinero de todos), no devorasen este referente más que cercano a los postulados de Le Corbusier.

La sede del Cabildo Insular no es intocable, ni mucho menos. Tampoco es de recibo una aplicación férrea de la normativa urbanística que protege este tipo de bienes. Ahora, otra cosa diferente es cómo se hace y si el resultado final está a la altura de la consideración disciplinar, crítica, que se tiene sobre la pieza; un respeto, por otra parte, que no cabe esperarlo de la sociedad, más bien apática o desinteresada por estos aspectos culturales. La preocupación se eleva algunos escalones más cuando se subraya su carácter eminente frente a otras obras del arquitecto, o bien en comparación con el resto de los edificios públicos de la época, e incluso de los actuales. Y la complicación se hace más ardua aun cuando el diseño, la composición o las soluciones responden a una corriente teórica cuyos preceptos fueron asumidos en solitario por Miguel Martín, o por la influencia de su cuñado y compañero de despacho Richard Oppel. Complejidades todas ellas que nos llevan, por un lado, a establecer la dificultad y la responsabilidad que conlleva la intervención, y por otro a subrayar el valor del autor y a exaltar la necesidad de que su arquitectura, su sello, siempre tenga que estar ahí.

No es lugar aquí para explicar la aportación de los postulados racionalistas a la arquitectura, pero sí me gustaría destacar su representatividad, sobre todo ahora que el proyecto acaba de ser fusionado. Resulta paradójico volver al documento de la ambición de Le Corbusier, de Mies van der Rohe o de la Bauhaus en un momento histórico en que impera el caos, donde la guerra vuelve a dejar sus imágenes, con una naturaleza cada vez más terrorífica, con una energía nuclear difícil de dominar... Miguel Martín-Fernández , en los años treinta, década de su proyecto del Cabildo Insular de Gran Canaria, lo inserta en la fijación ordenancista de la posguerra mundial. Una armonía que busca su origen en la geometría limpia, una transparencia lineal que encuentra su mejor aliado en los nuevos materiales de construcción obtenidos a partir de los cambios en el proceso de producción. Y hasta ahora (no sé cuál será la percepción próxima) era lo que despedía este edificio en la caótica calle de Bravo Murillo, hastiada de hollín y de palmeras enfermas: una serenidad moderna, ajena al paso de los años, con una arquitectura a la que nadie le ha podido poner fecha de caducidad.