Una vez, en un seminario sobre el control externo de las administraciones públicas, uno de los asistentes preguntó la razón por la que los informes, muy rigurosos, de la Audiencia de Cuentas o del tribunal de Cuentas del reino, se tomaban como el pito del sereno. La respuesta fue sencilla: porque cuando nacen son secretos, luego reservados en Comisión y más tarde resumidos en el Parlamento, donde se diluyen en el fárrago del orden del día. No gozan de las ventajas democráticas de la información, indiscutibles desde la Revolución norteamericana. Se da el caso paradójico de que la Justicia dispone de protocolos para garantizar el derecho fundamental a la comunicación: el CGPJ y la Fiscalía General tienen perfectamente establecido que cuando se inicia un trámite, es decir, cuando se produce un hecho, hay noticia. Algo tan elemental que desconcierta que no se haya extrapolado a las Audiencias de Cuentas, cuyos trabajos, por muy científicos y profesionales que sean no cumplen su objetivo -perfectamente definido en la ley autonómica- si no es sometido a la controversia de los ciudadanos y medios.

El miedo a la publicación actuaría de instrumento disuasorio de gran efectividad: si los cargos y funcionarios supieran que el análisis de sus actos (la aplicación de los criterios de eficacia, eficiencia y honestidad) es obligatoriamente abierto, lo más seguro, si se les presume un mínimo de inteligencia a salvo de la soberbia, es que erradicaran comportamientos situados en el borde de lo permitido con el cuento de que así se agilizan los trámites, fuente del Nilo de la corrupción. Si en las comunidades autónomas, las propias instituciones regionales, las provinciales e insulares y locales, con sus empresas derivadas, y el árbol genealógico de las subvenciones, tomaran nota de las advertencias y aplicaran medidas correctoras a las tendencias de relajo inercial advertidas por los auditores... no solo España sería un Estado más transparente y juicioso, sino que los escándalos bola de nieve caerían en picado. Muchos de los que han estallado, en Madrid, Cataluña, Valencia, Canarias, Andalucía, Galicia... fueron avistados por los controles previstos por el legislador como cortafuegos y alerta temprana contra las malas prácticas.

Pero, por otra parte, ante los efectos de una intransigente y objetiva fiscalización, y de aplicar todos los mecanismos previstos (incluso las denuncias a la Fiscalía) lo que suelen hacer los partidos, por si los acaso, es colocar en estos órganos a correas de transmisión que se ponen de acuerdo, por encima de discrepancias ideológicas y animadversiones, en la necesidad de un comportamiento institucional, eufemismo que significa a menudo confidencialidad y componenda. Este es un modismo tribal estúpido, pues como ya advierte el Viejo Testamento nada puede ocultarse eternamente. Una máxima que reconocía uno de los fundadores del KGB, Pavel Sudoplatov. Él mismo lo certificó tras la desintegración de la URSS con unas pormenorizadas memorias.

El recurso a la prudencia, o la tentación del jarrón chino (muy valiosos y vistosos para decoración pero sin utilidad práctica) utilizado con buena o con mala fe, lo mismo da, es antesala de la censura, que se convierte, siempre que se aplica, en un tumor incontrolable que pudre el sistema. El Gobierno valenciano del inefable Camps intentó impedir la mención a Gürtel, los trajes y la corrupción, en los informativos de las televisiones, de todas, con el tramposo argumento de que en medio del proceso electoral, muy regulado, podía afectar al voto de los ciudadanos, una clarísima confusión del culo con las témporas. Rajoy evitó que siguiera adelante esa burda cacicada; pero a pesar de cortarse la intentona, se demostró que hay demasiados lobos disfrazados de corderos. Prueba del 9: las posteriores declaraciones de Cospedal sobre los informativos de TVE.